domingo, 30 de junio de 2013

Zimbabwe - Donde la Madre Naturaleza se marca una obra de arte.

Cruzar al lado de Zimbabwe sería un poco más complicado. Los buscavidas habían cambiado de naturaleza, ahora no eran don nadies, ni Gollum's. Ahora eran la Interpol. Tras esperar un rato para conseguir todos los papeles de aduanas, la tipa nos soltó "ahora tienes que ir a conseguir el pase de la Interpol, allí detrás". Y "allí detrás" resultó ser un par de tipos a la sombra, pasando el rato, que empezaron a poner pegas que si los documentos no son originales, que si no te voy a dejar pasar, que si bla, que si bla. Por supuesto puedes comprame una bebida y te dejo ir. Mauro, que no estaba en el mejor de sus humores, les soltó sin ningún miramiento que estaba hasta las pelotas y que se iba a ir y no les iba a dar un pavo ni un documento ni hostias. ¿Tú crees que los tipos se inmutaron? Ni de coña. Se la pela todo. Si cuela, cuela, y les das pasta. Si no... bueno, no creo que mucha gente les soltara la de Mauro.

Y de allí nos fuimos, tirando más fotos, en dirección a Kariba, la ciudad a pie del lago al que da nombre, donde Craig nos había sugerido coger un ferry que lo cruza de lado a lado, salvando la larguísima carretera que pasaría por Harare, la capital, con un desvío de unos 1.000 kilómetros. Apenas tendríamos tiempo para buscar un alojamiento, ya que las vistas del lago y la carretera atiborrada de curvas nos entretenían tanto que apenas hacíamos distancia. Nuestro primer intento resultó estar totalmente ocupado, recomendándonos el segundo en mi lista del GPS: The Warthog (el Facóquero, vamos, Pumba del Rey León). Pero cuando conseguimos atravesar los caminos de arena que llevaban a las coordenadas del GPS allí no había NADA. Una explanada verde a pie del lago totalmente vacía que no daba ninguna pista de qué podía haber pasado con el, así autodenominado, Bar y Alojamiento. Tras un rato dando vueltas confusos, la verdadera y major herramienta de localización de lugares (preguntando a los que pasan por allí) nos llevó al punto adecuado, apenas unos 500 metros más allá en la misma orilla del lago. El cartel nos confesaba lo que había pasado: The NEW Warthogs. Al parecer habían tenido que dejar la última parcela, nos contarían después, por... "problemas" con el dueño del suelo. La frase, para enmarcar, fue que "el dueño de la tierra no recibía el dinero a tiempo". Como si la cosa no tuviera que ver con ellos. Me parto. Y allí nos sajaron 45 dólares americanos por una cabaña a pie del lago.

¡Se me olvidaba! Seguramente habrás oído alguna vez historias sobre Zimbabwe, el país regido por un colgao llamado Robert Mugabe al que conviene no nombrar por lo que te pueda pasar, que a finales de los 90 empezó una loquísima carrera por imprimir moneda llevando el país a la quiebra total en una crisis galopante allá por 2006. La inflación había entonces adquirido niveles ridículos, y los billetes alcanzaban ya denominaciones de 50.000.000.000 (cincuenta mil millones) de dólares zimbabwenses. En 2008 quebraron por completo e hicieron un reset a mansalva, declarando el dólar zimbabwense fuera de circulación ya que el papel en que estaba impreso costaba menos que el papel higiénico que podías comprar con él, dando lugar a la curiosa situación en la que lo más barato era limpiarte el culo con billetes. Así que en su reset decidieron que lo mejor que podían hacer era declarar el dólar americano como única moneda de curso legal en el país. Incluso los cajeros, que siguen bajo bloqueo internacional y no funcionan con tarjetas extranjeras, te dan dólares americanos. Es super curioso.

Zimbabwe se convertía así en el tercer país en nuestra ruta que había hecho un reset con su moneda. Los otros dos habían sido Mozambique y Zambia, ambos habiendo decidido redenominar su moneda dividiéndola por 1.000. En Mozambique había sido hace ya tiempo, y apenas encontrabas como curiosidades monedas de meticales viejos. Pero en Zambia el Kwacha nuevo había entrado en vigor en Enero de 2013 y aún podías encontrar en circulación (y pagar con ellos) billetes de kwachas viejos, haciendo confuso los precios que te daban. En realidad era normal, ya que por ejemplo en Tanzania también tenían la costumbre de decirte "20" cuando querían decir "20.000" schillings. Y sí, también de decirte "15" cuando en realidad querían decir 50.000...

La sajada vino acompañada por el hecho de que el lugar estaba prácticamente a medio construir, y tenían apenas una sóla cabaña. El bar, eso sí, atestado de Sudafricanos y Zimbabwenses blanquitos hooligans del rugby, estaba perfectamente ataviado de alcohol. Pero la única comida era un cacho de filete metido en pan de hamburguesa, que por alguna razón deciden llamar "steak roll", vamos, rollo de filete. No sé muy bien dónde está el rollo, pero bueno.

Dado que no teníamos enchufes en las cabañas decidimos ir al bar a cargar las baterías de las cámaras, exhaustas tras juguetear con el modo de larga exposición a tirarle fotos a la luna, increíble, llena. Por más que nos decían que es la "súper luna", yo no ví que en otros momentos fuera menos impresionante. Y mientras cargábamos nos dedicábamos a observar el curioso efecto del alcohol a mansalva entre la gente más bien entradita en edad. En realidad entre cualquiera, pero es mucho más gracioso cuando ves al típico blanquito gordo y mayor intentando bailar al ritmo de la música de los 70.

Nunca he entendido el por qué de la supuesta superioridad de la raza blanca. De hecho llevo años anunciando al karma que si de verdad existe otra vida, en la próxima yo quiero ser negro. Y no por el topicazo de que los negros la tienen más grande, no. En realidad es como la canción de Albert Plá, "El negro es mejor que tú". De alguna manera, no sé si por la cultura represiva del cristianismo, los blancos son (somos) totalmente patos al intentar bailar. Sólo hacemos el ridículo más espantoso y sólo nos atrevemos a hacerlo cuando estamos más pedo que alfredo, empeorando aún más el efecto de vergüenza ajena de aquellos que te rodean sobrios. Mientras que absolutamente cada uno de los negros que he conocido en mi vida llevan el ritmo metido en los huesos, y la música es algo diferente con ellos.

El Warthogs resultó ser un nido de blanquitos. Y es que Zimbabwe está ya demasiado cerca de Sudáfrica. Aquí puedes ya probar el agrio sabor del Apartheid en cada rincón, con los dueños de las cosas y los clientes de los bares siendo blanquitos, mientras usan a los negros que tienen a su servicio haciendo todo lo que ellos no quieren hacer. La situación aquí es algo más tensa, con historias realmente chungas de un gobierno, el anterior a Mugabe, que apoyaba públicamente el Apartheid en los 80 causando la vergüenza más terrible de un país africano, la cual generó como suelen hacer estas cosas un movimiento radical a la inversa, encabezado por ese Mugabe, que convirtió la sociedad en una caza de brujas al blanquito, despojando a los granjeros de sus tierras por la fuerza, presentándose un grupo de varios cientos de personas armadas en las propiedades de los granjeros blanquitos y echándoles de las tierras sin dejarles ni recoger sus ropas. En algunos casos va más allá, como la historia que nos contaba la mujer de Harold en aquel G Spot en mitad de sudáfrica. Ella había nacido en Harare, y tuvo que presenciar como uno de esos grupos asesinaba a su familia en sus narices. Ni que decir tiene que nunca jamás piensa volver a Zimbabwe.

Y ¿a quién culpar de todo esto? Siempre es fácil culpar al más inmediato. Desde luego no quiero justificar el sinsentido de un gobierno que convierte en moneda de curso legal este tipo de acciones, pero hay que entender también que para llevar a la sociedad a una situación como esta, en la que gente está dispuesta a armarse para dar por culo a los terratenientes blanquitos, la situación antes tenía que ser de una opresión brutal. Pero los extremos nunca solucionan nada, y el país sólo está empezando a salir de la mierda más absoluta gracias a la ayuda de la comunidad Europea que ha establecido acuerdos de comercio tan sólo en 2012.

Una vez más el dilema racial lo empaña todo cuanto más al Sur en África te mueves. Y ninguna solución parece la buena, salvo tal vez la de Mozambique, el único país donde hoy nadie te trata diferente por el color de tu piel, a costa de un gobierno que ha decidido aliarse con absolutamente todo lo que puede, uniéndose al espacio económico sudafricano, al de la comunidad este africana, al de países lusófonos, a la Commonwealth (siendo el primer país no ex-colonia británica en hacerlo) y a otros tantos. Y aún así permanece paupérrimo.

Sea como fuere, el Warthogs estaba petado de blanquitos borrachos, entre ellos y en especial dos camuñas que decidieron que la novedad en el lugar era más interesante que la misma mierda que debían ver a diario. Y se engancharon a hablar con nosotros y a invitarnos a cervezas y demás mierda, incluído un horrible chupito de vodka con chili, que casi me hace potar, no por el alcohol, sino por el chili. ¡Su puta madre!

Habíamos estado tratando de decidir qué hacer a continiación. Era sábado por la noche, y el ferry salía el lunes por la mañana. Así que las opciones eran dos: bien quedarnos un día en los alrededores de Kariba, tal vez visitando el parque de Mana Pools un poco más al nordeste, o bien intentar la dudosa ruta de unos 400 kilómetros de offroad y grava por las montañas que rodean el lago en el lado de Zimbabwe. La tercera y obviamente ridícula opción que todo el mundo nos recomendaba era subir a Zambia y seguir la carretera principal hasta Livingstone, a pie de las Cataratas Victoria, que eran nuestro destino a fin de cuentas.

La noche se alargó con los camuñas, que se llamaban Shaun y David (creo) pero que prefiero llamar Humpty y Bumpty. Graciosos pero descerebrados, borrachos oficiales del lugar con aguante para todo y más, que te lían y te invitan hasta caer muertos. A eso de las 3 de la mañana se retiraron prometiendo venir a recogernos por la mañana para llevarnos de guía por la zona e invitarnos a pasar la noche del domingo en su casa, para coger el ferry por la mañana. A fin de cuentas Shaun vivía a unos 12 metros del muelle donde salía el ferry a Mlibizi.

Borrachos como perras nos fuimos a dormir preguntándonos si aquello sería la típica promesa vacía del borracho que mañana no tiene que responder por sus palabras, o si el tipo sería tan estúpido como parecía y vendría realmente a buscarnos por la mañana. Y a las 8 de la mañana como un reloj, Shaun estaba aporreando la puerta de nuestra cabaña con una cerveza en la mano y apurándonos a salir de aquel antro.

En honor a la verdad, Shaun (Humpty) resultó ser un borracho y un descerebrado entrañable, y simpático a rabiar. Nos llevó a todos sitios, nos consiguió tarjetas SIM para añadir a la colección, nos acogió en casa de su vieja donde tenían una casa separada para visitas, nos invitó a comer, nos invitó a miles de cervezas, y nos llevó en su 4x4 a ver granjas de cocodrilos, hipopótamos, elefantes, las vistas más impresionantes de la presa y los lugares más entrañables de la pequeña y sucia pero orgullosa Kariba. Nos demostró cómo tratan los blancos aún hoy a los negros, nos dejó clarinete que no se menciona a Mugabe o a la revolución negra delante de los negros, y nos llevó por la noche de braai a la que pronto sería su casa a pie de puerto, marcándose el farol de ser un cocinero cualificado (sic) especializado en pescados, pero incapaz de hacer un fuego con madera de Marula (que no arde ni a hostias) y cocinando un pescado de lo más vulgar. De cada palabra que salía de su boca tenías la sensación que la mitad era trola, o exageración, o ambas. Pero convirtió nuestro día de parada (después del purgatorio de Lusaka) en algo de lo más entretenido. Bumpty por otro lado era mucho más cazurro, borracho, maleducado y torpe. Durante la noche de braai estampó su cabeza unas 25 veces contra un madero que hacía de travesaño a una altura algo traicionera. Y por su parte de su boca apenas salía una palabra inteligente.

El día pasó y fuimos a ver el precio del ferry. Inicialmente habíamos pensado que si era muy caro nos iríamos por tierra, y el precio nos dejó estupefactos. 105 dólares por la moto, y 160 por persona. La puta madre de Dios. Eso sí, el dueño del ferry dijo que ofrecía un 10% del billete en compensación a los agentes de viajes, y que podía ofrecerle ese 10% a Shaun y dejar en manos de Shaun cobrárnoslo o no. El caso es que 26 dólares arriba o abajo apenas cambiaba una mierda, y nos pareció que podía ser una compensación a Shaun por su dedicación y sobre todo por los millones de cervezas y comida a los que nos invitó, ya que los 50 pavos que se ganaba con eso iban a haber sido mucho menos de lo que hubiéramos gastado aquél día entero en Kariba.

Finalmente decidimos hacerlo al modo fácil, y dejarnos de ahorrar pasta. Mirando atrás lo cierto es que me arrepiento, porque las vistas del lago eran más bien corrientitas, y pagar 250 pavos por 400 kilómetros de carretera era una puta locura. Hubiera sido mucho más barato, y seguramente más placentero, haber rodado por las difíciles, sí, pero divertidas carreteras de las montañas. Lo único que mereció la pena del viaje en ferry fue dormir bajo las estrellas y bajo otra luna impresionante. Y jugar un poco más con la cámara en larga exposición.

La mañana al llegar a Mlibizi fue la más temprana que hemos hecho nunca. A las 5 y media de la mañana los tipos del ferry nos despertaron anunciándonos que llegaríamos enseguida y que teníamos el desayuno preparado. Nos levantamos y antes de las 7 estábamos tocando tierra ya subidos a la moto. Al salir del embarcadero unos tipos vestidos con apariencia oficial nos dan la bienvenida muy amablemente y nos dicen que tenemos que pagar 10 pavos más cada uno, por usar el parque natural del lago. ¡Vamos no me jodas! Pues vas y se lo pides al tipo del barco, que no nos ha dicho ni pío y que nos ha cobrado un pastón. Tras un rato largo de discusión, Mauro que estaba del mismo humor que con los tipos de la Interpol, les dijo muy poco educadamente que no ibamos a pagar y que nos íbamos a ir. El tipo nos dijo con muy poca convicción que más adelante la policía nos detendría y que emprenderían acciones legales, pero ¿qué cojones iban a hacer? ¡Ni siquiera sabían de dónde veníamos! De modo que tiramos dejándoles con cara de no tener ni idea de qué hacer con una situación como esta, y ciertamente irritados por la situación dejamos el lugar atrás tirando por una carretera de grava por variar un poco.

Las Metzeler demostraron ser suficientemente todoterreno, portándose bien en la grava y sólo haciéndonos echar de menos las Mitas en las pocas secciones donde la arena era un poco profunda. Pero a estas alturas la moto y yo somos casi uno, y he aprendido que en terrenos poco estables como grava y arena la forma de controlar la moto es (lo siento Sumi, pero ya ha llegado la hora de hacer símiles sexuales) un poco al estilo 50 sombras de Gray. La moto puede tener intenciones de ir por algún lado, pero tú tienes que imponerte autoritario y dominante. Eres mi moto, y sin mí no eres nada. Y no vas a hacer lo que tú quieras, vas a hacer lo que a mí se me ponga entre las piernas (literalmente). Y si te da medio bandazo a un lado, contestas con un violento golpe hacia el otro para devolver a tu desobediente chica al lugar donde le pertenece, bajo tu comando y obediente, llevándote sin rechistar por donde tú decidas ir. Imponerte sin dejarle un sólo centímetro de voluntad, haciendo de tu voluntad la suya, y recordándole una y otra vez que sólo es porque tú estás encima de ella.

Y así, superando terrenos pedregosos, arenosos, y todo tipo de mierda que hace apenas unas semanas me hubieran acojonado, llegamos de nuevo al asfalto que nos llevaría hasta Victoria Falls, muy poco original nombre para la ciudad a pie de las Cataratas Victoria.

Algunos listan las Victoria dentro de las 7 maravillas del mundo natural, pero yo creo que se quedan cortos. Las Victoria es una obra de arte de la Madre Naturaleza. Es la definición perfecta de la palabra inglesa "breathtaking", que te quita el aliento. La carretera se aproxima a la frontera natural entre Zambia y Zimbabwe, que también aquí viene marcada por el curso del Zambeze. En el lado Oeste, el río baja enorme, ancho en un terreno casi pantanoso, formando varias decenas de islas atestadas de cocodrilos. El agua discurre tranquila, ajena a lo que se le viene encima (o debajo, mejor dicho), y casi lenta, pero constante. Desde este lado parece que el río apenas tiene tanta agua, y que sólo parece grande por el pantanal que forma. Y apenas unos metros más alante empieza a acelerarse a un ritmo vertiginoso bajando drásticamente de nivel un par de metros, arremolinándose hasta el precipicio que aparece como salido de la nada, con más de 100 metros de altura en la parte central, y miles de litros de agua por segundo se precipitan al vacío con un estruendo impresionante, con una furia que sólo la naturaleza puede generar y domar de esta forma convirtiéndola en pura belleza, en arte inimitable. Todo el río Zambeze se precipita en una falla reventando contra el fondo y provocando una nube de agua que sube hasta superar el nivel original del río, regándolo todo a su paso.

Y cuando digo regando, me refiero a lloviendo. Como un calabobos al principio, lenta e inocentemente aumentando en intensidad hasta convertirse en lluvia torrencial, calándonos hasta los huesos en un abrir y cerrar de ojos. A mí el corazón no me cabía en la boca, ver aquél impresionante espectáculo natural hacía que se me hinchara el pecho y que las palabras se atragantaran, incapaz de articular una definición para lo que mis ojos incrédulos se afanaban en atrapar, en retener en mi mente como por miedo de que sólo fuera un sueño y fuera a olvidarlo. La respiración se me aceleraba y sólo me salía el mismo tipo de "¡¡¡ALAAAAAA!!! ¡¡¡¡¡ALAAAAAAA!!!!!" que proferíamos de pequeños al abrir la puerta del cuarto donde los reyes magos habían dejado sus regalos. Peleando a duras penas por contener las lágrimas de ilusión, me dediqué a tirar fotos sin parar, dejando que la lluvia más alucinante de toda la tierra me regara incesante, haciéndome crecer, o al menos haciendo crecer mi alma, dando sentido a tanto kilómetro a lomos de una moto, dando sentido a una vida entera al observar semejante espectáculo.

Me parece alucinante que haya gente que esté totalmente acostumbrada a esto, y que me mire como si estuviera loco cuando casi lloro al verlo. Sí, entiendo que estamos hablando de gente que trabaja en el puesto fronterizo marcado por el puente sobre el río y que ven esto a diario, pero yo soy incapaz de imaginar que para nadie esto sea algo normal y no digno de admiración.

Las cataratas se formaron hace milenios al rasgarse la tierra en una falla, que hoy recorre el río completamente alocado después de caer al vacío, y que termina en un corte perfectamente transversal al curso del río, del ancho perfecto del mismo, y dándole un camino de salida. ¿De verdad una cosa así pasa por azar? Resulta tan difícil creerlo que me parece hasta normal que haya gente que crea en Dios como creador. Para darle aún más puntos interesantes al asunto, este capricho de la naturaleza es la causa de que Botswana, al sur, sea hoy un desierto plano. Hace milenios los ríos Zambeze y Okavongo fluían hacia el interior de Botswana, formando un lago natural que hoy cubriría casí todo el país. Al formarse las Victoria, la garganta marcó un nuevo rumbo al río que terminó cruzando el continente entero hasta desembocar en Mozambique al océano Índico, y dejando al Okavongo como único afluente de aquel increíble lago-mar, condenándolo a secarse y formar las increíbles placas salinas que forman hoy el Makgadikgadi y el no menos increíble delta del Okavongo, el único río que desemboca en un desierto, llenando tras cada época de lluvias de vida el árido suelo de Botswana.

Pero eso vendrá después, cuando crucemos mañana la frontera.

Zambia - Carretera y manta

Entramos a Zambia por la frontera más horrible del mundo. Una ciudad fronteriza llamada Tunduma, con cientos de casas prefabricadas con techos metálicos, polvorienta, fea, sin nada en ella que merezca pararse. Si no fuera por los trámites aduaneros ni lo hubiéramos hecho. De hecho, en un momento dado estuvimos en tierra de Zambia sin papeles ni nada, porque ni siquiera la verja tiene un control adecuado.

En el puesto fronterizo como de costumbre, mil buscavidas se apelotonaron a nuestro alrededor, contándonos milongas sobre los seguros, sobre impuestos de carreteras, impuestos de emisiones y no sé que hostias más. Más tarde descubriríamos que como de costumbre nada de aquello era cierto.

El lado zambiano era aún peor. Bajo un calor de pelotas tardamos más de 3 horas (¡tres!) en conseguir los papeles. Un tipo se empeñó en ayudarme, llevarme a las casetas correctas para el papeleo, incluso bajo advertencia de que no le daría ni un pavo. Él insistió que lo único que quería era ofrecerme un buen tipo de cambio cuando hubiera acabado con aduanas. El guarda del párking ya empezó a gritarle que de dónde salía y que el sitio donde me llevaba no era el correcto, así que empecé a picarme con él. De repente me metió en una sala donde todos los oficiales de aduanas estaban sentados en sus mesas haciendo papeles. Nos acercamos a uno con pinta de mandar más que los demás, y lo primero que le pregunta al buscavidas:

Poli - Y tú ¿quién eres? Buscavidas - Yo vengo ayudando a este tipo que me ha pedido ayuda Kali - ¿¿Yo?? ¡No me jodas tío! Yo no te he pedido nada P - ¿Puedo ver tu carnet de identidad? B - Eeerr.. P - ¿Para quién trabajas? B - Eeeerrr... P - No sabes para quién trabajas, no tienes identificación. No puedes estar aquí. Abandona este lugar. AHORA.

Vuelve a por otra, chaval.

K - Señor, yo sólo estoy intentando saber qué tengo que hacer, y este tipo me ha metido aquí. P - ¡NO NECESITAS NINGÚN AGENTE PARA PASAR ADUANAS! ¡PUEDES HACERLO TÚ SOLITO! K - Señor, sí señor. P - Habla con este tipo de ahí.

El tipo de ahí resultó ser uno de esos agentes aduaneros que tienen más pachorra que vida, y que no sabe teclear en el ordenador con más de un dedo. A todo eso súmale que no sabía cómo rellenar el formulario de importación temporal de vehículos con una moto. Y el que sabía hacerlo, oh, casualidad, no estaba allí. Tras aporrear el teclado un rato decidió que me fuera con otro oficial a una caseta donde rellenaríamos el formulario en formato papel, que iba a ser más rápido. Pero después de media hora rebuscando entre papeles el otro oficial tuvo que asumir que no encontraba el formulario y que mejor intentábamos de nuevo en el ordenador. Una hora después el tipo inicial estaba tecleando (mal) mi apellido y rellenando el formulario, cuando de repente se le ocurrió que necesitábamos fotocopias de toda la documentación.

Y finalmente, al cabo de una jodida eternidad, pasamos de nuevo la verja, esta vez con papeles. Estamos en Zambia, país número 9 del viaje.

La frontera a este lado es igual o peor. La misma cantidad de polvo, de mierda, de nada alrededor. Fea con ganas. De alguna manera dejo el paso atrás con la sensación de que no he entrado en este país, sino que en un símil sexual, lo hemos violado. Ha sido sucio, violento, feo, sin ningún amor. Y para colmo, los augurios de los viajeros con los que habíamos hablado en el camino se presentaban ciertos. De momento.

Algunos lo llaman socabón. Otros buraco. Otros potholes. Los más graciosos escondites de cebras. Pero lo que teníamos delante no era eso, era, si acaso, un escondite ¡para elefantes! El asfalto simplemente se desvanecía bajo nuestras ruedas con un escalón de más de medio metro, y arena al fondo. Con las motos podíamos encontrar un camino entre los agujeros, pero los camiones y los coches que cruzaban las pasaban putas, no, lo siguiente. Por si esto fuera poco el solazo que nos había cocido en las 3 horas de frontera nos abandonó refugiándose en las malditas nubes que nos perseguían desde el Cloudimanjaro.

Y de repente, la carretera mutó. Se convirtió en un asfalto perfecto, que no podía llevar ahí puesto más de un par de meses, sobre el que literalmente volábamos. La carretera, parte de la mítica Ciudad del Cabo - Cairo, atravesaba el norte del país en una recta contínua que se perdía allí donde la vista ya no alcanzaba. Incluso aposta era difícil rodar a menos de 130, es más, había que tener cuidado de no ponerse a 140. El paisaje en sí era bonito, pero era contínuamente lo mismo y más de lo mismo. La hierba crecía alrededor de la carretera por encima del metro y medio y sólo podíamos ver copas de árboles sobre ella. Era uno de esos sitios donde piensas, si hay un león ahí no lo ves llegar ni de coña. Y hacía frío.

Un frío de cojones. Todo el norte del país se extiende sobre una meseta perfecta a 1500 metros de altitud. La variación máxima que tuvimos fue de apenas 100 metros. Y carretera y manta. Hicimos la primera noche en una aldea donde las calles eran de tierra y apenas había nada que hacer, y descubrimos que en Zambia la electricidad se va, de media, todas las noches. Y todo el mundo tiene un generador diésel. Mientras cenábamos en un agujero de mala muerte un pollo delicioso con Ugali / Nxima / Shima, hizo plof! y todo se quedó a oscuras. Los demás comensales del lugar, como si la cosa no fuera con ellos, permanecieron impasibles en sus conversaciones, en sus cenas. Tan acostumbrados deben estar que allí no se inmuta ni dios.

Y mientras apurábamos los restos de la última botella de Amarula que nos quedó a medias y que venía en el equipaje, se nos acercó un tipo con aire divertido que no paraba de charlar animadamente y con la curiosidad de un niño pequeño sobre cualquier cosa que pudieramos contarle. Nos contaba que él era del sur, y que en este país hay grupos étnicos tan claramente diferenciados que él los ve a la legua quién es de donde.

Es curioso, a menudo en África me sigue impresionando que la gente dentro de un mismo país se considere tan diferente unos de otros basados en su grupo étnico. En Sudáfrica, por supuesto, la diferencia es bien sencilla: Eres blanco, eres negro. Los negros seguramente tengan sus propias diferenciaciones raciales, pero no tengo ni zorra porque no conseguimos entablar una charla con ninguno de ellos, tan marcada es la diferencia del "supuestamente" derogado Apartheid. En Mozambique podías ver cómo la gente era totalmente distinta en la costa que en el altiplano de Chimoio / Tete, predominantemente, por cierto, del mismo grupo étnico de Zambia con quien hace frontera en esa zona. En Malawi apenas hay un par de grupos pero también se diferencian entre ellos. En Tanzania, curiosamente, el país está tan tremendamente dividido en grupos étnicos, dicen que más de 60, que no hacen diferencia. Como nos contaba Richard en Moshi, cuando lograron la independencia lo primero que hicieron fue redistribuir a la población para mezclarla y que no hubiera tensiones étnicas. Para ellos la etnia es simplemente una gracieta, un añadido enriquecedor sobre de dónde vienen y cuales son las costumbres de su grupo étnico. El grupo mayoritario apenas llega al 16% de la población total. Receta perfecta para la estabilidad. Aquí en Zambia también hay muchos grupos, y tampoco llegan a superar el 18% en el caso del mayoritario. Y todo el mundo parece, de algún modo, contento y ajeno a diferenciaciones raciales. Ni siquiera oímos la constante cantinela de "Mzungu!" que sí escuchábamos en Tanzania.

Pero sea como fuere, aquí todo parece más tranquilo, más calmado. Y la gente es agradable. Una de las cosas que más te llama la atención de esta zona es que absolutamente TODO el mundo te saluda con un "Hola, ¿cómo estas?" Sólo cuando se han interesado por cómo lo llevas, las conversaciones empiezan. Y si por alguna razón sigues la (ahora maleducada) costumbre europea de ir al grano con tu conversación, te interrumpen para volver a preguntar "¡He dicho que cómo estás!". Y se te cae la cara de vergüenza, por ser tan desconsiderado con cómo los demás llevan su día.

El segundo día fue más de lo mismo. Carreteras interminables sólo ocasionalmente interrumpidas por controles policiales que en su mayoría pasaban de nosotros, y los pocos que nos paraban lo hacían más por curiosidad de qué hostias hacian dos blanquitos en unas motos cargadas hasta los topes, pasar un rato de conversación diferente, y hacer alguna broma sobre que le comprásemos una de estas motos para dejarnos pasar. Más de gracieta que ni siquiera buscando una fanta.

Y de aquella manera transcurrió tooooodo el camino hasta Lusaka. Pasando frío, aburridos de rectas interminables. Hasta llegar a la gran urbe, donde vive el 60% de la población de este país. Sólo interrumpidos por la carretera que lleva a la zona minera de Zambia, en la frontera con Congo, donde se encuentran los mayores yacimientos de cobre del planeta, motor económico del país, en las que vimos las ruedas más grandes que he visto en mi vida, cargadas en camiones para llevarlas de repuesto a los vehículos gigantes de las minas. Convoyes que ocupaban toda la carretera forzando a los demás camiones y autobuses a echarse al arcén a su paso, cargando ruedas de fácilmente 10 o 12 metros de altura y volquetes tan anchos como dos carriles, nos iban salteando los últimos kilómetros hasta Lusaka.

Y finalmente apareció, detrás de una loma, la gran urbe. Coronada por un estadio de fútbol (cómo no) a medio construír, curiosamente por la empresa de construcción del gobierno de Shanghai (toma ya), la ciudad se abría paso a través de arrabales infinitos, malolientes, negros como el tizo, llenos de basura de plástico y gente con pinta de no haber visto un billete grande en su puta vida.

El eje central de la capital, la Calle Cairo (por su pertenencia a la gran ruta antes mencionada) acoje toda la zona moderna de la ciudad, y podría estar en cualquier país "avanzado". Bancos por todos lados, tiendas, centros comerciales, gente a mansalva... Y al otro lado, nuestro destino en Lusaka. Aliboats. El único servicio oficial de Yamaha donde las motos deberían pasar la revisión de los 10.000 km, tras unos 13.000 recorridos en realidad. Allí charlamos por fin con el tipo que Craig había acordado el servicio, que resultó no conocer a Craig de nada en absoluto, y tener una curiosa vista ligeramente diferente de la historia que habíamos oído de Craig.

Para empezar, parece que hubo cierto malentendido con Craig acerca de la reparación de la rueda. Ya que voy a tener que pagar el yantazo de todas maneras, lo suyo hubiera sido que me la montaran en Lusaka, y poder disfrutar de una rueda en condiciones el resto del viaje. Pero por saber, ni siquiera sabían que veníamos con la intención de cambiar las gomas. El tipo nos contaba que, como el nombre de su taller indica, se dedican a motores de barco y sólo mínimamente a motos, y que no tenían equipo para cambiar las gomas y hacer el equilibrado. Bien organizado, Craig. Ni que decir tiene que la yanta no había llegado ni lo haría en al menos 10 días, porque había que importarla desde Sudáfrica, con lo que mi yantazo sigue ahí bien puesto gracias.

Habíamos llegado tarde, y tendríamos que esperar al día siguiente a llevar las motos al taller. Además con todo el rollo de cambiar las gomas tardarían otro par de días hasta tenerlas listas. Al tercer día en Lusaka pudimos recuperar las motos, aún muy tarde para salir, con lo que tuvimos que hacer un total de 4 noches allí que se nos antojaron eternas.

Lo peor de una situación así es que de repente no tienes medio de transporte. Llevamos 5 semanas en la carretera, con la libertad maravillosa que las motos te dan de poder hacer lo que quieras, cuando quieras, sin depender de nada. Y de repente, teníamos que andar los 4 kilómetros desde el cámping hasta la tienda más cercana en una estación de servicio. 6 hasta Aliboats. Y ser víctimas de los taxis, convertirnos en gente corriente subiendo a microbuses atestados con más de 20 personas, andar como humanos corrientes... Hace unos días éramos dioses surcando el mundo con la libertad de los pájaros, y de repente estábamos atrapados en una ciudad, ni siquiera: en las afueras, con nada que hacer, con la tienda más cercana a una hora pateando. Y las nubes, por fin, se fueron. Sólo para hacer nuestra caminata más insufrible. Éramos ángeles caídos, despojados de nuestras alas, del favor de los dioses para dominar la tierra y escapar de las vidas corrientes.

Nuestro purgatorio particular se hizo aún más duro cuando el cámping donde estábamos se llenó con un autobús de americanos post pubertad que venían de safari a África, todos con un pavo del copón de la baraja, con todo el equipo; incluido párroco al que trataban de emborrachar. Gritones, todos, insufribles. Poniendo pachanga a todo trapo en el único bar del cámping donde malpasábamos nuestras horas condenados a la espera. ¿Qué mal habíamos hecho a los dioses para ser castigados de esta manera? El dueño del bar se empeñó en endulzarnos un poco la estancia, y de la forma más divertida nos enchufaba una cerveza cada vez que abríamos la boca. Por supuesto, pagada, no te vayas a creer. Pero lo hacía con tanta gracia que la aceptabas gustoso. A fin de cuentas, mañana no hay que conducir.

La comida basura que servían nos dio pie a lo mejor de nuestra estancia en el purgatorio: duramente ganado mediante caminata bajo el sol de justicia y microbús atestado hasta la ciudad, encontramos un Spar donde sin duda encontraríamos carnaza. Y en el cámping tienen carbón. Y barbacoas. El mítico Braii del sur de África por fin se nos pondría en las narices, aunque fuera de la manera más artesanal y sin acompañamiento, allí nos plantamos con cosa de un kilo de carne cada uno, a plantar en parrilla y esperar, después comer. Es fascinante lo fácil que es hacer carne con un buen carbón. Y lo tremendamente buena que puede estar. Definitivamente me cuesta entender a los vegetarianos.

Tras tres días interminables allí plantados pudimos recuperar el favor de los dioses en forma de motos, que relucían totalmente limpitas, calzadas con zapatos nuevos, unas Metzeler Tourance que ya conocía de calzarlas en la Gata, con las que aprendí a curvear en montaña con el mayor de los placeres, llegando a rozar las estriberas en el paso por curva: tan estupendas son esas ruedas. Perderíamos tracción en off road, pero a cambio las carreteras de asfalto con curvas cobrarían una nueva dimensión. Parafraseando a Chimo Bayo: Dimensión divertida.

Pasamos nuestra última noche de castigo en aquél cámping atestado de cebras, ciervos y jirafas. Qué impresión las jirafas. Tan tremendamente altas, incluso estas pequeñajas. Tan aparentemente torpes y lentas en sus movimientos, y sin embargo rápidas sobre el terreno. Es cuestión de perspectiva, de tamaños. ¡Va a ser verdad lo de que el tamaño importa, después de todo! Nos atiborramos a barbacoa, lo preparamos todo, y a la mañana del quinto día en Lusaka salimos escopetados rumbo al sur, hacia la presa del lago Kariba, en el río Zambeze, donde esperaba el paso fronterizo a Zimbabwe. Zambia se nos acababa, ahora con un solazo que quemaba al pararse, y en las cercanías del lago, por fin, regalándonos las únicas montañas del país, con una carretera agradable, llena de curvas y con buen asfalto que nos invitaban a estrenar las Metzeler. Yo no cabía en mí de gozo. Hay que joderse que lo haga como lo haga, lo que más me gusta en el mundo en una moto es curvear en carreteras de montaña. Las ruedas nuevas se pegaban al suelo como si estuvieran bañadas en loctite, y con tanto agarre jugaba como un niño pequeño con un juguete nuevo a tumbar todo lo posible, incluso bajando la moto por debajo de mi cuerpo para apurar más. Y así se nos fueron los últimos kilómetros. Allí, majestuoso, inmenso, aparecía el lago Kariba, creado artificialmente al plantar una presa en el tercer río más caudaloso de toda África. 250 kilómetros de largo, más de 70 en el extremo más ancho, e infinidad de montañas alrededor. La presa, construída en los 50 bajo el mandato británico de Rhodesia, genera electricidad que bastaría para cubrir las necesidades tanto de Zambia como de Zimbabwe, pero como nos enteraríamos más tarde, el 80% de la energía producida aquí se exporta a países como Congo. Mientras los Zambianos sufren cortes de luz a diario. Mi no entender.

La frontera estaba totalmente vacía, sin colas, sin buscavidas, sin gente gritando o polvaredas o montañas de mierda alrededor. Sólo naturaleza y una carretera vallada con alambre de espino que bajaba hasta el puente de la presa, parada obligatoria para hacernos fotos en la línea de la frontera, justo en la mitad de la presa, con el río más infestado de cocodrilos a ambos lados.

Y entramos en Zimbabwe.

martes, 25 de junio de 2013

Tanzania rumbo al sur (y 5) - Deja-vu.

Todo lo que queda de Tanzania ya nos lo sabemos. Volver de Bagamoyo a Chalinze, de ahí a Morogoro, el parque natural del Mikumi, el valle de los Baobabs. Google me recomienda el campsite del valle de los baobabs, tiene muy buenas referencias, y a la ida pasamos por allí y tenía buena pinta. Así que nos confiamos y tiramos rumbo a la marca en el GPS, sin darnos cuenta de que era una apuesta a un único caballo, si algo pasaba con ese campsite estaríamos vendidos en mitad de la nada sin nada que pudieramos recordar alrededor. Pero ¿qué podía pasar?

El campsite es un sitio más bien teórico. Al llegar allí no hay ni un alma, y sólo vemos un par de casas sin una sola luz, y una estructura tejada de paja con pinta molona, pero abandonada. Finalmente aparece un tipo, y nos dice el precio, y que podemos acampar donde nos parezca bien. Todo tiene una pinta extraña, realmente abandonado. Y al tipo que nos enseña el lugar parece que le da exactamente igual todo lo que hagamos. Aquí no hay cobertura en el móvil, ni luz. Al rato de llegar encienden un generador que da algo de luz por un rato, el suficiente para que charlemos y comentemos la pinta de decadencia que tiene el lugar, y empecemos a hacer comentarios sobre la estructura de madera. Bajo ella hay unos sofás, y se me antojan más cómodos para dormir que montar la tienda. El dueño en su línea nos dice que como nos vaya bien, que hagamos lo que nos salga del orto. Así que metemos las motos bajo el techado y nos disponemos a dormir en los sofás. Hurgamos en la casa y en lo que parece haber sido una despensa. Hay habitaciones llenas de platos y cuberterías completas, una sala con pinta de haber sido una cocina con un par de arcones-nevera ahora llenas de botellas de agua congelada, algún que otro pollo con pinta lamentable, y un par de verduras mohosas. En la alacena encontramos comida enlatada, alguna de maíz, fruta en almíbar... Casi todo caducado o apunto de caducar. De nuevo preguntamos al dueño si podemos comernos una de las latas, a sabiendas de cual va a ser su respuesta. Sí, tú también la sabías. Mientras cenamos nos percatamos de que una de las esquinas de la estructura está partida y ha caído sobre uno de los sofás. Tiene pinta de llevar tiempo así, y de estable. Y si hubiera algún peligro el dueño nos habría dicho algo, digo yo. ¿No?

Al rato el generador se apaga. Nuestra única fuente de luz son las linternas de frente del Decathlon que usamos para acampar. Y mientras charlamos un poco antes de ir a dormir empezamos a ver a mis amigas dando paseos sobre el sofá que prometía ser nuestra cama. Cómo no había pensado esto antes. Obviamente el sofá es un nido de cucarachas, que al apagar las luces y fieles a su naturaleza salen a darse un garbeo. Me cago en todo lo que se menea... En un abrir y cerrar de ojos montamos las tiendas, dentro de la misma estructura, para hacerlo lo más rápido posible. No hay cojones a dormir en esa cosa. Así que toca suelo, suelo de piedra.

A la mañana siguiente me levanto mucho antes que Mauro y aprovecho para recoger mientras él duerme, y así por fin hacer que no me tenga que esperar una hora como cada mañana. Mientras sigue roncando, y ya acabado de recoger todo lo mío, me paseo por la estructura de madera mirando atentamente todos esos detalles en los que no habíamos caído al llegar. Toda la estructura parece haber caído víctima de termitas en los pilares que la sustentaban en el perímetro. Viéndola en detalle te das cuenta de que en lugar de ser un tejado bajo como parece desde fuera, esto debía haber estado sobre unos 10 pilares más o menos que rodeaban el perímetro de la base de piedra que ha sido nuestra cama. El techado está ahora desplazado, un lado con unos 4 metros del suelo de pierda al descubierto, y el otro con otros tantos de arena cubierta por la estructura. Todo está abandonado en apariencia, y ahora con la luz del día veo muchos más detalles que prueban que esto está abandonado. El bar incluso tiene un cable RJ45 colgando por ahí. Y un juego de petanca. El libro de visitas muestra detalles de las cuentas de clientes, y algunas páginas muestran fechas. Todas se remontan a junio-julio de 2012. Y después una entrada de Enero de 2013, y otra de Abril. Y ya. También encuentro una carta del ministerio de trabajo anunciando a la empresa que un inspector se pasará en Octubre de 2012 a hacer su trabajo y un montón de preguntas, y rogando al dueño que se encargue de tener todos los papeles presentables para agilizar el trámite. La fecha coincide con cuando los registros de visitantes empiezan a escasear. Incluso hay una piscina vacía repleta de troncos que en algún momento han formado una estructura y ahora esperan apilados a ser usados como leña.

Mi teoría es que el inspector vino, les chapó el garito, y que los que nos han atendido son o bien antiguos trabajadores que no tenían a dónde ir, o bien cuatro don nadies sin casa, que han decidido vivir aquí y si cae algún incauto turista pues nada, darles lo que quieran y dejarles que duerman como y donde quieran. El sitio tuvo que ser la hostia en su momento, y repartidas alrededor de la estructura decrépita hay unas cuantas cabañas igual de decrépitas y carcomidas (pero aún en pie) que miran al río. Un río, por cierto, que está infestado de cocodrilos. ¿Recuerdas aquél cartel que decía algo así como que por su seguridad está prohibido hacer cualquier cosa en esta zona? Pues ahora ya sabes por qué.

Iringa. Paramos en Iringa a comer, y a hacer una visita a otro viejo amigo. El tipo que nos vendió 18.000 schillings de airtel para comprar paquetes de internet. Gran cabrón. En África la forma más común de recargar saldo en tu móvil es comprando una tarjetita de esas de rasca y gana con un código que marcas en el móvil y te recarga. Pero también tienen una cosa que se llama M-Pesa, que es básicamente un sistema de hacer transferencias de pasta y saldo entre móviles, y de usar ese saldo para pagar cosas. El tipo que vendió el saldo a Mauro no tenía tarjetitas de rasca y gana, sólo hacía la transferencia de M-Pesa. Pero claro, esas transferencias se pueden cancelar un plazo determinado. El negocio era perfecto. Turista pringao blanquito viene, paga, le hago la transferencia y le llega el mensaje de confirmación. Turista pringao blanquito se pira contento, y yo cancelo el pago. Para cuando turista pringao blanquito se de cuenta del asunto, su autobús / coche /moto le ha llevado ya lejos de aquí, y con toda seguridad su tour no le volverá a traer a Iringa.

Pero nuestro deja-vu particular nos llevaba exactamente por Iringa, y fuimos a hacerle una amistosa visita. Mauro se encaró con sonrisa de Mauro cuando quiere dar miedo. El tipo siguó erre que erre diciendo que era un problema de Airtel y que el no podía hacer nada, que llamaramos a Airtel a ver qué pasaba. En un momento dado, sin venir a cuento empezó a acusar a voces a Mauro de querer conseguir cosas por la fuerza. ESto ya empezó a mosquearme. En mitad de la discusión recibió un par de llamadas e hizo otras tantas, y en algún momento hizo un comentario de "sí, en un momento, vale". Y desde ese instante se negó en redondo a seguir negociando nada. Mosqueados de que al otro lado de la linea estuviera su primo el de zumosol con toda su panda de matones decidimos darnos por vencidos y largarnos de allí sin recuperar un pavo pero con las piernas intactas.

Y rodamos de nuevo por caminos conocidos hasta Mbeya, donde pasaríamos la última noche antes de cruzar rumbo a Zambia. En total, más de 800 kilómetros de Deja-vu.

Tanzania rumbo al sur (4) - Maldita Tanzanholandesa

La ruta por la costa fue de lo más divertido del resto de Tanzania. Efectivamente la pista hasta Pangani empezaba por tierra dura plagada de piedras y se iba convirtiendo en grava bastante decente. Las Mitas, hasta los mismísimos cojones de que las lleváramos por asfalto día sí día también, estaban felices como lombrices. Las motos respondían de maravilla, adaptándose poco a poco al offroad suave, demostrando una vez más la madera de todoterreno de la que están hechas. Sin problema alguno se comían kilómetros de pista poco a poco hacia la tierra prometida de Pangani. El GPS nos advertía: esa carretera que venís siguiendo llega a un río donde se corta. Vosotros veréis. Google nos prometía sin embargo que había un ferry, y el hecho de que no hubiera carretera alternativa salvo volviendo a Sagera nos hacía confiar en nuestra suerte.

La costa de Tanzania, como ya habíamos visto hacía una semana, es más bien cálida. El sol pega aquí (ahora ya sin las malditas nubes) con fuerza, y cada vez que parábamos a echar unas fotos era como estar en tu propia sauna-chaqueta. Subirse de nuevo a la moto tenía también su aquél, pues en los 10 minutos de parada el asiento, negro como el carbón, había cogido una temperatura suficiente para cocerte los huevos. La costa quedaba allí cerca, al otro lado de los mismos palmares descomunales que habíamos visto en Tanga, y no muy tarde llegamos a Pangani. La pista nos daba una breve panorámica de la famosa playa, con unas olas preciosas que seguro hacen las delicias de los gilipijos surferos que parecen haber hecho popular esta zona, pero aparte de aquella estampa Pangani sólo pasó por nuestras vidas como el lugar donde esperamos al ferry, cociéndonos al sol. Veremos cómo es la carretera al otro lado, porque el GPS nos lleva por 160 kilómetros de ella hasta volver a la carretera principal que baja a Chalinze y de ahí a Iringa. Tal vez... No, ni de coña.

Maldita Tanzanholandesa.

La pista fue constantemente degradándose en calidad, pasando por villorrios donde nadie hablaba ni papa de inglés, y donde los niños nos salían a decenas al paso al grito de "Mzungu, Mzungu!", para después ponerse ha hacer bobadas con nosotros, a chocar palmas y a hacer gestos de que les molaban las motos. En total más de 200 kilómetros de pista. Una pista que en un momento dado se metía, como bien me prometió la Tanzanholandesa, por un parque natural. A la entrada, una placa en Swahili nos advertía de algo. Sólo sé que decía "Atención", del resto no podía entender una palabra. Bien podía haber sido un "Si entras aquí lo haces por tu propia cuenta y riesgo y asumes la responsabilidad de ser devorado por un león o pisoteado por un elefante", o un "Está usted entrando en terreno militar reservado, luego no se queje si de repente y sin aviso recibe un tiro por la espalda". Pero no, creo que sólo era un "La carretera que empieza delante de sus narices se convierte en mierda de vaca y casi impasable".

Mentira, a decir verdad la pista era asequible, o bien sería que las motos estaban tan felices de tirar por lo marrón que se portaban de maravilla. El caso es que fuimos a una media bastante decente de 60 kilómetros por hora. Hasta llegar, primero, a un sector de arena profunda. Era muy corto, cierto. Mauro pasó primero, y ví cómo su moto daba bandazos de alante y se las veía putas para controlarla. Yo reduje, me puse alerta, y con cuidado pero con decisión pasé por la marca de camión excavada en la arena, que hacía que el borde me llegara a la altura de la cadera. Y la rueda de alante se fue de varas.

Primero se deslizó hacia la izquierda, a contrapié, hundiéndose en arena suelta sin posibilidad de agarre. Intenté controlar poniendo algo de peso para ganar tracción, a lo que respondió subiendose a la montaña que delimitaba la rodera de camión a mi derecha. De allí rebotó alegremente como un muelle hacia la montaña de la izquierda, aunque a esta llegó a encaramarse sin rebotar. A estas alturas la rueda de atrás estaba derrapando y yo rodaba en perpendicular a la pista a unos 40 kilómetros por hora. Eché el cuerpo hacia la izquierda, al interior, tratando de hacer derrapar la moto para evitar que volcara y me escupiera hacia delante rodando después por encima de mi cabeza. Todo mi cuerpo se tensó ante la perspectiva inevitable de volver a toñarme. ¡Puta arena! ¡Puta Tanzanholandesa!

Y de repente se paró.

La rueda delantera sobrepasó la cima de la montaña de arena. El bastidor se clavó en ella, dejando ambas ruedas apenas levemente tocando el fondo de la pista, cada una a un lado de la rodera. El motor se caló, y yo me quedé flipado, como si todo se hubiera congelado, encima de aquel montón de arena finísima. ¡Joder qué potra!

No, no me había caído, pero sacar la moto de allí no iba a ser cosa fácil. Me costó unos buenos 5 minutos de empujar y revolucionar la moto, tratando de luchar contra la arena que se negaba a agarrar la rueda delantera y que amenazaba con llevarme fuera de la pista. Los ventiladores del pobre radiador chillaban revolucionando a toda pastilla haciendo lo mejor posible para enfriar el motor, y poquito a poquito, metro a metro, conseguí llevar la moto de nuevo al fondo de la rodera donde la arena era menos profunda y podía volver a encontrar agarre. Sudando, nervioso, acojonado pero eufórico por no haberme caído, salí del tramo de arena capuya. ¡Dame más!

Seré bocazas.

Un poco más adelante la pista empezaba a estrecharse y a los lados a intervalos regulares de 5 metros había montañas de tierra traídas para hacer un nuevo firme. De momento no era ni tan mal, pues las motos pueden fácilmente pasar por el lado no ocupado por las montañas de tierra. Pero un kilómetro más allá, las máquinas habían movido las montañas de tierra esparciéndolas por toda la pista. Tierra suelta, plagada de piedras, en una cuesta arriba de probablemente más del 18% de pendiente. Y una máquina de construcción circulando como malamente podía por ella, a unos 5 kilómetros por hora. Eso no sólo va a hacer que reviente el embrague y mate al motor de un calentón, es que si me paro en esa cuesta no hay cojones a arrancar de nuevo con tanta arena y pierda sueltas. Mauro incauto baja hasta el principio de la cuesta, comiéndole el culo a la máquina de construcción. Yo me quedo esperando en la cuesta abajo previa, dejando que el motor se enfríe un poco y que la máquina se vaya por lo menos hasta la cumbre. Mauro se para y mira al retrovisor preguntándome si me pasa algo. Yo le digo que tire, pero sigue sin moverse. Y cuando lo intenta sucede lo que yo veía claro, la rueda trasera empieza a escarbar en arena suelta y hace un hoyo, hasta dar con una piedra sobre la que resbala, quema goma, y vuelve a tirar la moto. Con un poco de ayuda, quitando la piedra resbaladiza y empujando la moto mientras arranca algo más suave de embrague, conseguimos que suba la cuesta. Yo vuelvo a mi moto, arranco y tiro en segunda, suave pero constante, superando la prueba sin dificultad. Lo importante en este terreno es no meter mucha fuerza a la rueda tractora y sobre todo, sobre todo, no parar. No ir deprisa, pero no detenerse.

El GPS nos dice que nos quedan 50 kilómetros, y yo me cago en la Tanzanholandesa (sí, una vez más, a estas alturas ya es mi deporte favorito) pensando que vayan a ser así hasta llegar a la carretera principal. Pero afortunadamente la arena suelta termina allí donde una apisonadora está haciéndola pista perfecta de nuevo, y podemos volver a hacer ritmos normales de rodar. Los últimos kilómetros de pista se nos van en un abrir y cerrar de ojos, aunque ir detrás de Mauro es un horror porque si le dejo espacio se para pensando que me he caído, y si se mantiene a distancia de retrovisor me tira una nube de arena y polvo encima que ni me deja ver ni me deja respirar. Intento reducir y dejarle espacio, pero él se limita a ir a mi mismo ritmo y a ratos consigue desesperarme, así que finalmente decido pasarle y ya está bien de llenarme de arena capuyo.

Ya sólo dos kilómetros y después asfalto, asfalto del bueno y seguro, porque ya hemos rodado por encima antes. Pero mis peores presentimientos se cumplen, y el último kilómetro es una ristra de roderas y piedras planas resbaladizas dispuestas a joderte la vida si vienes confiado por el asfalto prometido. Pero no contaban con mi astusia, y como me las veía venir iba bien cauto y preparado y no me cogieron por sorpresa, con lo que conseguimos llegar a la carretera principal sin más altercados ni derrapajes de ponerse perpendicular a la pista.

Al llegar al asfalto no puedo evitarlo, paro la moto, me bajo, me arrodillo y lo beso, como si fuera el Papa llegando a Tierra Santa. Estamos exhaustos, estamos deshidratados, pero estamos contentos de pelotas. Comentamos la pista, echamos un par de risas, nos vaciamos dos o tres botellas de agua y unas fantas en un minuto, y ante la atónita mirada de unas 80 personas que nos observan como si fueramos marcianos nos tentamos a tirar por otra carretera secundaria en lugar de jugar sobre seguro. Pero la tarde empieza a envejecer, así que mejor intentar llegar a Chalinze.

Seguimos la carretera que ya conocemos rumbo al sur, y la moto parece estar tan jodidamente feliz que incluso la vibración de la rueda delantera que me acompañaba desde el maldito buraco mozambicano parece haber desaparecido. A 30 kilómetros de Chalinze el sol está empezando a acostarse, y estamos en el cruce con la carretera de Bagamoyo. A la izquierda una carretera perfecta, inmaculada, de asfalto recién plantado, ancha como para albergar 4 camiones rodando en paralelo y aún poder adelantarlos, allí hasta donde se pierde la vista. Pregunto al GPS por alojamiento, y me da una sola opción en Chalinze, y 4 o 5 en Bagamoyo, la más cercana a 30 kilómetros. Bueno, al final va a ser que la buena de la Tanzanholandesa se refería a esta carretera, porque desde luego que parece exactamente lo que había descrito. ¿Qué hacemos? Chalinze, no sé si tendrán hoteles, no recuerdo ninguno, y es carretera que ya hemos rodado. Bagamoyo, pues el asfalto es cojonudo, y si sólo son 30 km está aún más cerca que Chalinze, y bueno, es algo nuevo. Venga, vamos a lo nuevo.

Error cotroso.

Para empezar, el primer alojamiento que el GPS marcaba a 30 kilómetros estaba cerrado, fuera de la carretera, y el sistema cantaba un error de imposible calcular la ruta. Bueno, pues vayamos al segundo. Es más, vayamos a Bagamoyo y busquemos allí, que seguro que hay cantidad de sitios.

Bagamoyo es una ciudad de playa pija, casi en Dar Es Salaam, y situada a 60 kilómetros (!!!) de aquél cruce. Y los últimos 15 kilómetros de asfalto nuevo perfecto superimpoluto... están sin construir. El camino alternativo plagado de camiones volquete pasa por arenales llenos de agujeros en los que cabe la moto entera.

¡¡¡¡¡ME CAGO EN TU PUTA MADRE, TANZANHOLANDESA!!!!!

Tanzania rumbo al sur (3) - El Cloudimanjaro, el sí por defecto, y las resacas.

La mañana siguiente fue dura. Las Safaris pesaban como losas en mi cabeza, algo menos en la de Mauro que sabiamente se bajó del carro a mitad de la noche, y fue necesaria una sobredosis de café y Red Bull para el desayuno. La noche anterior nos habían convencido de que abandonáramos la idea del camino al Oeste, y que fueramos hacia la costa de nuevo, para coger la carretera costera hacia Pangani. El trato parecía bueno: tendríamos que seguir por la carretera que veníamos, camino al Este, hasta llegar al cruce de Sagera (aquel en el que dormimos una semana atrás), tirar de nuevo hacia Tanga, pero antes de llegar coger una carretera hacia el sur. Siguiendo por la costa, según las palabras de la Tanzanholandesa, una carretera totalmente nueva de asfalto perfecto nos llevaría al paraíso escondido de las playas de Pangani, y de ahí hacia el sur, pasando por un parque nacional en el que no habría problema en cruzar con las motos, hasta Bagamoyo. Todo, absolutamente todo, asfalto nuevo. Ella lo sabía bien, pues era el camino que seguía para venir desde Dar hasta Moshi.

Lo bueno de las resacas es que te ayudan a borrar lo idílico de una noche de pedo. Pero empecemos por el principio.

Lo primero era lo primero: había que ver el puto Kilimanjaro. Y ya lo llamo así porque hasta los mismísimos me tiene después de casi 5 días intentando verlo. La mañana se había levantado, sí, has acertado: nublada. Otra vez. Otra puta vez. Así que seguimos hacia el Este desde Moshi, pasando a muy pocos kilómetros por la falda del Kili. Nada, no había manera. Intentamos seguir las carreteras que suben hasta el inicio de los senderos que marcan las rutas típicas de escalada, y nos metimos de lleno cada vez más en las nubes. El asfalto se tornó en grava, y la grava en arena. Arena arcillosa, húmeda. Trampa mortal para motos, salvo que tus ruedas tengan clavos y tu moto pese unos 50 kilos. Yo me rajé, creo que sabiamente, pues mi resaca tampoco me tenía para ninguna locura. Mauro se aventuró hasta donde el camino se tornaba tan estrecho que la moto apenas pasaba entre los árboles, y por suerte encontró un ensanche donde dar la vuelta. Ni por esas. Estábamos ya, según el GPS, a más de 2.000 metros de altitud, y lo único que veíamos eran nubes, nubes y más nubes. Lo intentamos por otra pista, otra vez arcilla húmeda, y cuanto más entrábamos en ella más húmeda y más resbaladiza. Yo decidí rajarme de nuevo, y a mitad de la pista encontré un desvío que no estaba en cuesta donde decidí dar la vuelta. Mauro volvió hasta allí con noticias de que más alante sólo era más de lo mismo y además empezaba a bajar. El GPS ni siquiera reconocía estos caminos como offroad, así que era hora de dar la vuelta, volver por donde habíamos venido y darnos por vencido. Y entonces Mauro por fin tumbó la moto también. Lo siento, digo por fin sólo porque yo ya lo había hecho y el nunca hace nada mal, y ya está bien, ¿no? Bueno, el caso es que al llegar al desvío donde yo me había parado a dar la vuelta se detuvo a hablar conmigo, y al arrancar de nuevo su rueda trasera empezó a patinar sobre la arcilla húmeda tirándole de lado.

Finalmente conseguimos salir de allí sin más percance, y emprendimos la larga travesía ladera abajo, tristes y compungidos por haber fallado finalmente, derrotados por la leyenda del probablemente inexistente Kilimanjaro, una leyenda de película para atraer turistas incautos a dejarse la pasta viendo nubes. Por el camino decidimos bautizar la montaña como Cloudimanjaro, algo así como Nubimanjaro, y volvimos a la carretera resignados enfilando el camino hacia la costa.

Al Este del Kili se extiende una planicie eterna flanqueada al Norte por un parque natural de alta montaña que ofrece unas vistas impresionantes de cortados enormes desde la carretera, y al Sur sólo llanura hasta donde la vista se pierde. El resultado es una zona de vientos cruzados que la carretera se encarga de anunciar pidiendo precaución al amigo conductor, pero quizá por acompañar el sentimiento de decepción aquél día no soplaba ni una leve brisa. La carretera estaba generalmente en buen estado, con algún que otro socavón, pero nada grave. Totalmente recta por las llanuras infinitas y sólo torciendo para esquivar las montañas nos llevó en dirección sureste durante horas, hasta que por fin desapareció. Varios tramos seguidos de carretera cortada por obras con un desvío por pistas de grava blanca nos daban la bienvenida atestados de camiones que las cruzaban levantando polvaredas en las que literalmente todo lo que estuviera a más de un metro de distancia desaparecía. Cada vez que un camión pasaba en dirección contraria había que pararse porque era imposible ver la pista durante los siguientes 30 segundos. Por suerte tras 4 o 5 tramos así encontramos uno en el que el asfalto estaba ya plantado, pero aún bloqueado por piedras enormes para evitar el tráfico. Pero como somos más listos y vamos sobre dos ruedas, nos colamos entre las piedras y tiramos a toda mecha por asfalto vacío mientras vemos camiones serpenteando alrededor entre cortinas de polvo blanco. Y así hasta que por fin nos acercábamos a Sagera, y el asfalto volvió a la normalidad, esta vez ya en perfecto estado y totalmente nuevo.

A estas alturas y ya superados los tramos de obras, algo en la historia de ayer empezaba a fallar. Y es que lo bueno de las resacas es que te ayudan a borrar lo idílico de una noche de pedo.

Llegamos a Sagera, y pasamos del tirón repitiendo pista hacia Tanga. Sabíamos de buena tinta que esta carretera estaba perfecta, así que íbamos a toda mecha en dirección al mar. Según la Tanzanholandesa pronto veríamos un desvío a Pangani. Si nos dabamos prisa aún llegaríamos a Pangani antes del anochecer. A fin de cuentas era una carretera nueva de asfalto en perfecto estado.

Las resacas y lo ya no idílico de la noche de pedo.

El desvío apareció. Pangani: 42 kilómetros. Y el firme, como nos habían prometido, de un asfalto perfecto recién puesto. Los 50 metros que tardaba en convertirse en pista de arena.

Vivan las resacas.

Con la sonrisa torcida y acordándonos de la Tanzanholandesa y la madre que la parió decidimos que lo mejor que podemos hacer es llegar a Tanga y hacer noche allí. Después de todo es posible que se refiriese a la carretera que el GPS marca de Tanga a Pangani. Tiene sentido que esa sea la carretera nueva.

Tanga, de nuevo Tanga, aquella ciudad que a todas luces había conocido épocas mejores, nos recibió ya entrada la noche con una demostración de que en Tanzania a partir de las 8 no existe nada de vida, salvo que estés en Dar o en Moshi. Una ristra de precios de hotel para Mzungus que aún vivan en la era colonial donde sólo los ricos se podían permitir ir a un hotel en África nos dió la bienvenida. Hasta que encontramos aquél hotel. Silvarado. Entro a preguntar, y la chica de recepción, una tía alta, súper sonriente, guapa, con una cintura de infarto, que de verdad merecería estar en uno de esos concursos de Miss, me dice amablemente que el precio de la habitación es 15.000 schillings. Wow, qué barato. Tal vez sea porque no hay ni cristo en el hotel, que tiene una pinta de sufrir el mismo síndrome de toda la ciudad. Pregunto para estar totalmente seguro, porque no parece que tenga sentido que nos hayan pedido 100.000 (45 euros) en el último que preguntamos, y ahora sólo 15.000 (7 pavos). 3 veces pregunto. ¿Seguro? ¿Quincemil? ¿Uno cinco?. Sí, sí, sí. Nos enseñan la habitación y resulta que sólo tienen dobles, con una sóla cama. Pero bueno, por este precio no pasa nada, nos podemos permitir dos habitaciones. La chica, encantadora, nos ayuda a subir el equipaje, nos sirve la cena, y no para de sonreir y de contarme cuánto le gusta mi pelo.

A la mañana siguiente salimos después de desayunar, cargamos todo, y justo apunto de salir nos damos cuenta de que no hemos pagado. Por mi cabeza pasa la tentación de irnos haciendo un simpa, pues nadie parece muy preocupado de que nos vayamos. Pero no, karma universal y esas cosas, no hagamos el mal. Vamos a pagar. La chica sonriente súper guapa no está, en su lugar hay un tipo majete, que con una sonrisa enorme en la cara nos dice:

- Por supuesto, caballeros, aquí está su cuenta. Serán 100.000 schillings.

A Mauro le da un ataque de risa y se da la vuelta y se larga. Yo me quedo con cara de gilipollas y le digo que tiene que haber un error. El me dice tan pancho que no, por supuesto, este es el precio, 50.000 por habitación, y son dos habitaciones, así que 100.000 schillings.

Veamos. En África la gente habla inglés con aquél acento. No es por criticar, pues en España hablamos generalmente aún peor inglés. Pero es cierto que a veces es muy difícil entenderse si no estás acostumbrado al acento africano del inglés en esta zona. Pues bien, resulta que en inglés, 15 (fifteen) suena EXTREMADAMENTE parecido a 50 (fifty). Que ya es maldita la puta gracia de los ingleses de hacer los números tan parecidos con significados tan dispares. Y el problema no es sólo de entendederas, es que muchos (especialmente en Tanzania donde el idioma oficial es Swahili y sólo alguna gente aprende inglés en condiciones) no lo hablan muy bien. A este pequeño detalle tienes que añadirle el no menos despreciable de la (dudosamente efectiva) buena educación en África, donde si alguien no te entiende lo que le has dicho, te dice, invariablemente: "Yes". Sí. No tengo ni pajolera idea de lo que estás diciendo, pero por si acaso mi respuesta es sí. ¿Puedo usar tu teléfono? Sí. ¿Sábes por dónde queda el Kilimanjaro? Sí. ¿Me puedo follar a tu mujer en la mesa del salón? Sí. ¿Te palpita la pepita como una patata frita? Sí.

- ¿Quincemil? ¿Uno-Cinco? ¿Seguro? - Sí.

La puta madre que la parió, también a esta.

Y qué haces en una de estas. Quiero (prefiero) pensar que la chica intentaba ser lo más amable posible y no entendía muy bien ni sabía hablar muy bien, y eso originó la confusión. También tengo en cuenta que yo soy el guiri en esta tierra, y que yo soy quien no habla su idioma. Pero también sé que por la noche me dijo que no había papeles para hacer el registro ni el recibo y que no pasaba nada, ya que podía hacerlo a la mañana siguiente. De haberlo hecho en ese momento hubiera visto el malentendido y habríamos seguido vagando por el decadente Tanga. Pero ahora ya era muy tarde, y sé que estos tipos no son dueños del garito, y que probablemente su sueldo sea más o menos lo que nos piden por esta noche, y que si no hacen la caja el jefe se lo va a quitar de su sueldo. Pero como bien dice Mauro, si se ha colado con el precio, mejor que lo pague ella a que lo paguemos nosotros. El tipo majete llama a la tipa alta y la hace venir, y discutiendo se contradice varias veces, unas diciendo Fifty y otras diciendo Fifteen. El error está clarinete y demostrado, esta tipa no sabe hablar. Y el hecho es que podía haberlo escrito en un papel. Así que nos plantamos y decimos que toda la pasta que tenemos es 67.000, y que eso es lo que podemos pagar y que sintiendolo mucho nos vamos a ir, y si no están de acuerdo pueden ir llamando a la policía porque no tenemos manera de pagar más. Dos horas después, y con todo el mundo enfadado, salimos de allí, 67.000 schillings (30 euros) más pobres.

Enfilamos la carretera que sale de Tanga hacia el sur pegada a la costa, en dirección a Pangani. El asfalto, como nos prometieron, es perfecto y parece que está tirado ayer.

Los 200 primeros metros antes de convertirse en una pista de arena.

Tu puta madre, Tanzanholandesa.

Y es que esto es lo bueno de las resacas, que te ayudan a borrar lo idílico de una noche de pedo.

Tanzania rumbo al sur (2) - Moshi y los ángeles

La carretera baja hacia Arusha rodeando montañas que sólo son pequeñas porque tienen al gran Kili al lado. Cimas de 4.000 metros de altura nos miran impasibles desde su trono de nubes mientras cruzamos sus faldas regadas de tierra frágil resquebrajada por las lluvias que tajan profundos surcos sobre su piel. El lugar es un erial que me recuerda increíblemente a Mongolia, donde el viento corre a sus anchas azotándolo todo y la gente tiene que vestir mantas sobre la cabeza para protegerse. Cada pocos cientos de metros, un asfalto perfecto recién puesto salva los surcos de la tierra con puentes de dudosa estabilidad, dejandonos ver por un instante la herida profunda sobre la tierra que nos rodea. Si miras a lo lejos el suelo parece perfectamente liso e impoluto, pero sólo cuando has pasado estos surcos aprendes a distinguir que aquellas líneas en mitad del campo son, en realidad, gargantas de varias decenas de metros de profundidad.

Pasamos Arusha de largo, parando sólo a repostar y conseguir pasta local. Nuestro destino sigue siendo Moshi, y nuestra esperanza (cada vez más vana) que el cielo despeje de una puta vez y nos deje ver el Kili. Llevamos 4 días dando vueltas a la madre montaña y aún no hemos podido ver nada más que nubes. El viaje es corto, ya que Moshi no está muy lejos, pero queremos pasar allí la noche y después tirar hacia el Oeste rumbo a las inciertas carreteras (de nuevo, es un decir) de aquél lado de Tanzania, y posiblemente incluso Burundi. El caso es que llegamos pronto, y tenemos día suficiente para explorar un poco la ciudad.

Tras encontrar un hotel suficientemente asequible, presenciamos atónitos un ensayo de desfile de modelos en el parking del hotel mientras descargamos las motos. Es curioso el tipo de tías que participan en estos desfiles, o debería más bien decir el estereotipo de tías. Con pelos de dudosa naturaleza, peinados imposibles totalmente lisos que casi ninguna africana tiene, labios exageradamente hinchados y pintados casi fosforescentes, con tacones imposibles que dejarían a Abby a la altura del betún, sonrisas falsas, andares ridículos... En conjunto un gran esperpento que en nada refleja la auténtica (y por otro lado deslumbrante) belleza de las mujeres de este continente, y más en particular de este país. Creo que en cualquiera de los lugares que he parado he visto tías más interesantes que las que se pasean aquí con un numerito de concurso de miss. ¡Joder, si creo que hasta Mama Masai era más guapa!

Con las motos descargadas salimos a caminar a ver qué se cuece en la ciudad. Desde las motos parecía una ciudad bulliciosa, animada, llena de vida. A pesar de la fama de antro turístico que tenía en las guías, da la impresión de que la mayoría del turismo y de las víctimas de vendemotos son locales. Ciertamente vemos blanquitos alrededor, pero nada fuera de lo común, y desde luego mucho menos de lo que esperaba. Incluso, muchos de esos blanquitos parecen bastante bien mezclados con los locales. Las calles están atiborradas de rincones donde venden de todo, particularmente sandalias de goma de neumático. Cada dos esquinas hay casetas de recauchutado en las que desmenuzan neumáticos viejos, laboriosamente tajando la superficie de contacto que hará las veces de suela de aquellas sandalias que venden dos metros más allá. Salpicadas entre estas tiendas se alternan puestos de ropa china, agencias de viajes que organizan tours de escalada al Kili, tiendas de curiosidades (que es como llaman aquí a las tiendas de recuerdos) y algún que otro bar.

A cada 20 metros que andamos escucho 3 o 4 voces gritando "¡Eh Rastaman!". Después de los 30 primeros intentando venderme curiosidades, tours al Kili y demás mierdas, empiezo a ignorarles por defecto. Sí, sí, One Love, paz y toda esa mierda. Jah! man. Sí, sí, luego me paso por tu garito a fumar Ganja (marihuana), espérame sentado que ahora voy. Y en estas aparece Musculitos. Musculitos es un tipo alto y cachas que parece reventar la camiseta del Real Madrid que lleva cubierta por una mochila. Nos cuenta que hace guías al Kili (qué original) y que tiene una tienda de curiosidades (aún más original) y que conoce un bar Reggae que está muy bien, si queremos ir. Mira, ahora sí has captado mi atención. Como no parece haber mucho más original y estoy hasta los cojones de los "Eh Rastamán" nos vamos con Musculitos y nos lleva al garito que, efectivamente, pone música reggae todo el rato y tiene un ambiente super relajado. Incluso los "Eh Rastamán" aquí parecen mucho más naturales, nadie parece intentar venderte nada y sólo quieren una sonrisa de vuelta. Pues dos Ndovu, por favor.

Richard se nos presenta como el dueño del garito, super amable, honestamente curioso por qué hacemos en Moshi y interesado en todos los detalles de nuestro viaje. Nos cuenta que él estuvo viviendo en Osaka unos años, ahorrando para volver a Moshi a abrir este garito, y que allí aprendió japonés. Un colega japo bebe tranquilo en la barra, y Richard nos cuenta que es su amigo japonés que se encontró por ahí y que flipó de ver un negro que hablaba japonés. El garito tiene un tablón anunciando el nombre del bar, y las excursiones al Kili que organizan, y está en inglés y japonés. Al rato nos dice que nos dejemos de Ndovus y que probemos Safari, para él la mejor cerveza del mundo. Así que nos animamos y entablamos charla con todos los allí reunidos. Como si de un chiste se tratara allí estabamos el japonés, el suizo, el español, el tanzano, la inglesa, la alemana, la holandesa (mitad holandesa, mitad tanzana) y el etíope. Más tarde aparecerían dos vascos (hostia patxi) con una pinta de jarraichu de la hostia. Antes de escuchar su acentazo espanglish ya tenía clarinete de dónde salía en tipo. Y es que los de bilbo nacen donde les sale de los cojones.

A mitad de la noche Richard y la inglesa (su novia) nos invitaron a la trastienda a compartir cosas buenas. No, Sumi, no pienses en nada sexual. El rollo era totalmente relajado y se convirtió instantáneamente en mi lugar favorito de Tanzania, si no de toda África. Creo que entiendo por qué el japonés, que había estado allí hacía unos años, había vuelto. Yo también lo haría, pienso, o más bien yo también lo haré. Un par de Safaris después la inglesa nos contó que iban a preparar cena, que si nos queríamos apuntar. El menú consistía en un plato típico Masai, a base de patata y plátano fritos con verduras y a elegir pollo o ternera. Por supuesto que nos quedamos, faltaría más. Estábamos ya pensando en que tendríamos que movernos del garito para comer algo y nos fastidiaba la idea, con lo que la oferta era mejor que buena. Y la comida, aún mejor. Impresionante.

La noche se alargaba y las Safaris se sucedían una tras otra, lo que hacía la conversación más amena, más intensa. En algún momento, hablando de nuestros viajes por África con la tanzanholandesa, hice hincapié en mi experiencia en este viaje de cómo según el nivel de pobreza aumenta, la amplitud de las sonrisas en la gente se incrementa. Cómo los que menos tienen parecen más felices, de lejos, que aquellos primos ricos en Sudáfrica. Y se le iluminó la cara.

De repente empezó a darme las gracias por recordarle aquello que era importante en su vida, aquello por lo que se había venido de Ámsterdam a Tanzania (vivía en Dar Es Salaam, que ya es tener huevos). Empezó a darme abrazos y besos y el resto de la noche hasta irse se la pasó sin parar de rajar conmigo. Ni que decir tiene que yo, con unas cuantas cervezas ya encima, me la hubiera follado allí mismo. Estoy bastante seguro de que incluso sin cervezas lo hubiera hecho, porque lo cierto es que llevaba toda la noche sin poder apartar la mirada de su cuello y sus hombros increiblemente sexys. Pero en un momento dado se excusó por tener que irse ya que a la mañana siguiente trabajaba. Hicimos las típicas bromas de rigor hablando de por qué no se venía en el viaje, porque siempre le había gustado la idea de aprender a montar en moto y viajar por ahí en una. Le tenté uas cuantas veces e incluso la reté a pasar a buscarla la mañana siguiente y llevármela. Con una sonrisa increíble selló la falsa promesa de vernos al día siguiente, y se fue hacia la mototaxi que esperaba por ella. Antes de subir, se acercó de nuevo, me dió un beso y se despidió diciéndome "Recuerda que siempre, cuando menos te lo esperas, aparece un ángel. ¡Gracias!". Y desapareció para siempre.

Terminamos cerrando el bar, con Richard jurándonos amistad eterna y retándonos a quedarnos una semana allí. Como la noche es propensa a esas falsas promesas que no se dicen de mentira, sino que se hacen con la sinceridad del corazón a sabiendas de que al día siguiente no tendrás que cumplirlas, juré quedarme allí no una semana, sino algunos meses.

Sé que volveré, aunque no sé si será igual. Pero lo que sé seguro es que aquella noche me convertí en su ángel y nos enamoramos perdidamente, como aquellas falsas promesas que mañana serán sólo un dulce recuerdo.

Tanzania rumbo al sur (1) - ¿Mama Masai foto?

Creo que ya te he contado alguna vez que las fronteras son un puto dolor de muelas, ¿verdad? Pues la frontera de Kenya a Tanzania camino de Arusha las deja todas a la altura del betún. La primera en la frente: al salir de Kenya un tipo con malas pulgas en aduanas nos dice que nos falta no se qué papel de las motos, que al parecer deberían habernos dado al entrar, pero que no está. Además nos pregunta cómo cojones hemos llegado hasta aquí sin un Carnet de Passages, que eso es imposible. ¿Cuántas veces más tendremos que escuchar que las cosas son imposibles? Es igual, al final a regañadientes nos larga de allí (¿y qué va a hacer, en cualquier caso?). Mientras todo esto le sucede a Mauro, yo vigilo las motos ante la insistente cháchara de unas abuelas Masai que se empeñan en colgarme pulseras y collares, "es un regalo" dicen. Sí, sí, lo que tu quieras, pero no quiero comprar nada tronca. Intentando a ver si se callan saco la cámara y me dedico a hacer fotos de alrededor. En una de ellas las abuelas se plantan delante de la cámara y disparo. Y vuelta a empezar. "Mama Masai foto, Mama Masai pagar. Sí Papa. Mama Masai no foto gratis. Tú Mama Masai foto, tú pagar Mama Masai." No, Mama, déjame en paz tronca. Y así durante media hora.

Salimos escopetados de suelo Kenyata, dejando atrás a las Mama Masai y atravesando una frontera de mierda a medio construir bajo las persistentes nubes grises. Espero que Tanzania nos trate mejor que Kenya. Qué lástima, de verdad. Al llegar a Tanzania volvemos a las de siempre. Visado, ok no problem. Aduanas, espera amiguete que esto va para rato. Otro igual.

- ¿Dónde está tu carnet de passages? - Pues no lo tengo oiga. - Pues tienes un poblema, sin CdP no puedes pasar. - Pero vamos a ver, si no tengo CdP ¿cómo cojones he llegado hasta aquí desde Sudáfrica? Es más, ya he entrado antes en Tanzania y no me han puesto ni una pega. - Ah, pues no sé, habrás pasado ilegalmente.

Claro, claro. Esta mañana me he despertado con un dolor de muelas de cojones, y mi humor no anda precisamente para andarse con gilipolleces. Le explico al tipo de aduanas qué es un TPI, un permiso temporal de importación, como el que llevamos haciendo desde que salimos. Me pide los papeles de la moto. Se empieza a hacer líos con los números de licencia y números de matrícula, que para más inri en Sudáfrica son dos números distintos mientras que en el resto del mundo son el mismo número. La discusión lleva una hora entera, sólo para que se decida a ponerse a teclear en el ordenador y rellenar el formulario del TPI. Teclea sólo con los índices, y escribe mal la marca de la moto (Yahama) y mis apellidos (Fabregues Hernandez). Todo a una velocidad que haría rivalizar a un caracol con Fernando Alonso. Se mira las uñas. Se rasca la cabeza. Se pone a ayudar a su compañero a rellenar otros papeles. Le da a imprimir. Me pide que le acerque los papeles desde la impresora (!!!!). Saca el sello. Se pone a mirarlo. Se pone a limpiar el sello de mierda con un alfiler. Sigue limpiando el sello de mierda. Vuelve a mirar el sello. Busca la caja de la tinta del sello. Vuelve a mirar el sello. Moja el sello. Vuelve a mirar el sello. Vuelve a mojar el sello. ¡¡VAMOS PEDAZO DE MIERDA QUIERES ESTAMPAR MIS PAPELES DE UNA PUTA VEZ!! Menos mal que mi cabeza es un sitio insonorizado, aunque creo que mi cara de cabreo le deja claro lo que pasa por ella. Pone una sonrisa divertida y estampa el papelito de los cojones.

- Y esto me lo quedo yo. - Señor, esos son mis papeles originales. - Oh, vaya pues necesitamos una fotocopia. Y por supuesto, nuestra máquina está estropeada.

Me cago en los muchachos.

- Necesitará usted también una fotocopia de mi pasaporte, ¿no? (no me jodas más chaval que te voy a morder la cabeza) - Ah, sí, claro (qué lástima que te hayas pispado de esa, si no te tenía aquí otra hora) - ¿Dónde puedo hacer fotocopias? - Aquí al salir a la izquierda, que hay una oficina de correos.

La oficina, por supuesto, está cerrada.

Me quejo y el tipo concede darle los papeles a una señora que pasaba por allí, ladrándole algo en swahili que espero signifique "hazle las fotocopias al Mzungu este anda, que ya me he cansado de tocarle los huevos". La señora coge mis papeles y le enchufo los de Mauro, antes de que tengamos la misma con él. Al rato vuelve, por fin, y repite todo el rito del sello. Desesperado recojo mis papeles y salgo de la sala tratando de no morderle un ojo a nadie. Ahora le toca a Mauro. Y 20 minutos después veo a Mauro encogiéndose de hombros mientras el tipo, sonrisita sornosa en la cara, teclea su nombre con dos dedos a aproximadamente una pulsación por hora.

Dos horas después de haber dejado a Mama Masai con un palmo de narices, entramos por fin en Tanzania. Y el cielo sigue gris.

Kenya (y 2) - ¡¡Mzungu!!

La mañana en Jungle Junction pasó comprobando los niveles de la moto. El aceite va bajo, sí, pero no parece que vaya a ser un problema. tampoco parece que deba serlo el hecho de haber cambiado de tipo de aceite en Blantyre. Chris, el dueño, tiene ese aire de sabelotodo tocapelotas que no para de tratarte como si fueras gilipollas. Es cierto que, en general, el tiempo le dio la razón después, pero ese estilo arrogante de superioridad y sobrado por todos los lados lo más que induce es a pensar que al imbécil ese ni caso.

La primera vez que oí hablar del Jungle Junction fue en Sagera, en el cruce de la carretera del norte en Tanzania, aquél donde hicimos noche antes de tirar a Tanga. Allí nos encontramos una pareja de Serbios que llevaban también un par de años rodando en moto. Llevaban la misma moto que nosotros, sólo que un modelo antiguo, e iban cargados hasta los topes. Nunca había visto una moto con maletas-bolsas tan grandes a los lados, tanto que en tamaño se asemejaba a una Goldwin con los laterales acolchados. Los serbios, cuyos nombres no recuerdo, pero que llamaré Sr. Buenorro y Sra. Quesito (porque daban asco de la pinta de modelos perfectos que tenían ambos, especialmente la sra. Quesito) vivían en la carretera a costa de su trabajo. El viaje era su trabajo: Sr. Buenorro era fotógrafo profesional, y parte de su abultado equipaje era todo el material de fotografía. Sra. Quesito escribía guías de viaje, que adornaba con las fotografías de su chico. Nos contaron que habían pasado por el JJ en Nairobi, y que venían arrastrando un problema con su moto por pérdida de aceite. La historia no era demasiado alentadora, pues al parecer Chris era un gruñón tacaño que les cobraba una barbaridad por hora de trabajo (incluyendo el tiempo que tardaron en arreglar un plástico que rompieron en el taller al desmontar la moto) y que no contento con eso les había cobrado la electricidad y la tinta por bajar de internet e imprimir un manual de mantenimiento de la moto. Su opinión es que el tipo parecía cansado de llevar aquello y trataba a todo el mundo con desprecio. Tras aquella charla animada y el correspondiente intercambio de consejos sobre la ruta (ellos bajaban hacia Mozambique) Sr. Buenorro y Sra. Quesito desaparecieron para siempre de nuestras vidas de la misma manera en que habían aparecido: sigilosos y desapercibidos.

Chris me advirtió que si había que meter mano a la moto eran 30 pavos (¡¡europavos!!) por hora de trabajo. Obviamente no podía evitar recordar las historias de Sr. Buenorro y Sra. Quesito, y andaba algo mosqueado con que el tipo estuviera allí para sacarme la pasta más que otra cosa. También nos preguntó por nuestros planes, y al oir que pretendíamos ir al parque del Ambuselli (al norte del Kili) nos soltó con todo el desprecio que pudo que aquello era una pérdida de tiempo estúpida, porque no nos iban a dejar entrar con las motos. Ni que decir tiene que con todo mi percepción del tipo no era de lo más amigable. Sin embargo se subió a la moto, me pidió permiso para dar una vuelta con ella, y volvió diciendo que no me calentara la cabeza que a la moto no le pasaba nada. Y se despidió sin cobrarme un pavo. Receloso pero aliviado, me dispuse a empaquetar las cosas a ver si salíamos de una maldita vez de Nairobi, pues ya había pasado el medio día.

Sea como fuere Chris no resultó ser el tipo más agradable de encontar. Estaba claro que regentaba aquello sólo a medias, y que se paseaba para hacer las formalidades, soltar sus sobreces de tolosa, cobrar, y largarse. Por supuesto no dormía ni vivía allí. Glenn y los Austriacos nos contaron la noche anterior una historia de miedoÑ apenas una semana antes de llegar nosotros allí el sitio fue asaltado por la noche. Unos tipos intentaron abrir la puerta y al acercarse el guarda cargaron con el coche entrando en el local. Armados. Intentaron disparar al guarda, pero los perros se abalanzaron sobre ellos y el guarda consiguió salir con vida. Aún así se llevó una paliza de campeonato, y uno de los perros recibió un balazo que le rasgó la cara a la altura del ojo. Al final los asaltantes se dieron a la fuga y todo acabó en un susto, pero la historia venía a confirmar todos los prejuicios escuchados hasta entonces sobre la ciudad a la que apodan "Nightrobbery". Quizá Chris sólo estuviera hasta el culo de cosas como esa y estaba deseando olvidarse del lugar.

Salir de Nairobi no resultó tan horrible como entrar. El tráfico era algo menos caótico y nos separamos pronto de la carretera principal. Cogimos camino al sur, hacia la frontera camino de Arusha, en Tanzania. El cielo seguía tan gris que apenas había algo interesante, y la carretera era relativamente recta y aburrida. Sólo cerca de la frontera empezó a haber algo de montaña. Y por fin, allí a lo lejos, pudimos ver la base del Kilimanjaro. Sólo la base, porque apenas unos metros sobre nuestras cabezas el cielo nos ocultaba aquella montaña de leyenda.

Llegamos a la frontera y justo antes de cruzar al otro lado enfilamos la pista de tierra que llevaba al Ambuseli. El primer sector era absolutamente fácil, con pista dura y sólo un poco de grava, sin más obstáculos que algún que otro badén a la salida del poblacho que hacía frontera. Poco a poco la pista se estrechaba y el firme se arrugaba por el paso de los 4x4. Cuando vas deprisa en moto sobre ese corrugado resulta imposible concentrarse, porque la moto vibra tanto que tu cerebro se hace papilla en tu cabeza, y la vista se te nubla incapaz de fijarse en un punto concreto. Tuvimos que bajar el ritmo definitivamente un poco más adelante cuando la grava se convertía en arena fina y suelta, haciendo realmente difícil mantener la moto en línea recta. 50 kilómetros más tarde llegábamos a la puerta del Ambuseli.

"No, no, no podemos dejaros pasar, es por vuestra seguridad". "No, no hay camino alternativo, la carretera pasa por aquí". "Bueno, antes de iros esperad que os asiste mi compañero". ¿Cómo? ¿Qué asistencia necesito para volver por donde he venido? Mientras esta mini conversación tenía lugar, alrededor nuestro se agolpan decenas de señoras mayores vestidas con los trajes "típicos" Masai, vendiendo baratijas por 5 dólares. Un niño de tres palmos de altura se empeñaba en encaramarse a mi moto, casi tirándosela encima. Y entonces apareció El Listo. El Listo es un tipo que se presenta majete, sonriendo, jo qué putada no os dejan entrar, pues claro, el Ambuseli es super precioso, pero claro hay elefantes, bla bla bla. De repente te cuenta que el conoce los caminos alrededor del parque, y que ha guiado por allí a muchos moteros. Te mete prisa porque el sol está cayendo ya, y hay que salir pronto para llegar al siguiente pueblo donde hay alojamiento, al otro lado del Ambuseli, y a los pies del Kili. "Oye, y esto que me cuentas, ¿como cuánto nos va a costar?". El Listo me coge de la mano y tira de mí a un apartado diciendo que vamos a hablar en privado. ¿En privado de quién? ¿Por qué cojones tengo que alejarme para hablar de tu precio? Mal, así de entrada, mal.

¿¿¿8.000 Schillings??? Empiezo a gritar como un loco. Pero tú estás mal de la olla chaval. "No, hombre, pero son 8.000 schillings, no dólares". Nos ha jodido, sólo faltaba. 8.000 Schillings son 70 europavos. Anda y que te folle un pez chaval. "No, no te vayas, dime cuánto crees que es lógico pagar". Que me dejes en paz. Cuando entran con esos precios surrealistas es que paso ni de hablar con ellos. Vamos de vuelta a la frontera, y mañana cruzamos a Arusha y Moshi, a ver si con suerte ha despejado y podemos ver el Kili desde el sur. Damos media vuelta y apuramos las últimas horas del día recorriendo la pista por la que venimos, viendo como a Mauro se le cruza una jirafa a la carrera, y pendientes todo el rato de qué tipo de animal nos va a saltar en el camino. Cuando llegamos casi es de noche, y buscamos alojamiento siguiendo el GPS.

¿¿¿4.000 Schillings??? Venga, tronco, corta el rollo de precio Mzungu. Mzungu es la palabra en swahili para designar al blanquito. Se supone que no es despectiva, pero en esta zona tan turística casi todo tiene un precio, y un precio Mzungu. En el segundo sitio nos dan un precio más normal y nos disponemos a pasar la última noche kenyata en un poblacho fronterizo de mala muerte donde no hay una mierda que hacer. El único restaurante (es un decir) tiene la televisión puesta a un volumen brutal y actua de anestésico para la mitad de la población local que debe no saber hacer otra cosa que intentar vender mierda al transeunte ocasional y sentarse embobado delante de una pantalla que le taladra los oídos.

Adiós Kenya, has sido una gran decepción.

viernes, 21 de junio de 2013

Kenya (1) - Cuando sea mayor...

Cruzamos la frontera y empezamos a ver diferencias entre Kenya y Tanzania. De alguna manera había asumido que Kenya era algo más avanzada, pero al menos en puestos fronterizos esto no sólo no se cumple sino que más bien es al contrario. Para empezar en el lado kenyata primero tenemos el control de pasaportes y después tenemos que seguir unos 5 kilómetros para llegar a aduanas, donde nos dicen que es imposible que hayamos llegado hasta allí sin un Carnet de Passage. El CdP es un documento que emiten la mayoría de países para exportación temporal de vehículos. Hasta ahora en cada frontera nos han dejado pasar sin más ni más, salvo en Malawi que tuvimos que comprar un permiso temporal de importación por unos 5.000 chewakas (algo menos de 12 euros, ya ves tú). Así que nos toca discutir con el tipo. Tras casi una hora conseguimos los documentos, sin necesidad de pagar nada, ni siquiera una fanta, y tiramos millas con la idea de llegar a Mombasa. La mítica Mombasa, donde nos montamos fantasías de llevarnos TheNetCircle. Pero habíamos empezado el día en Kenya, y no iba a ser posible llegar antes de la noche.

Pasamos por un pueblo costero llamado Dani Beach donde podríamos encontrar de todo, desde cajeros automáticos hasta tarjetas sim para tener internet. Encontramos un hotel con pinta de haber conocido épocas mejores, como la mayoría de las cosas por aquí, pero un poco más. Asequible de precio y con una piscina enorme que no perderíamos la ocasión de disfrutar por la noche. Es una de las mejores sensaciones del mundo, con el calor que hace aquí, por la noche el agua está en su punto perfecto, aún guardando algo de calor del día, y flotar bajo las estrellas en una piscina totalmente vacía... realmente no tiene precio.

Al día siguiente seguimos nuestro camino a Mombasa. La carretera desde el sur pasa por toda suerte de arrabales paupérrimos donde todo parece sucio, incluso las vacas pastando entre plásticos y su propia mierda. Desde este lado la ciudad no tiene nada de maravilloso, es más bien un tanto decepcionante. Llegamos al ferry que cruza el río hasta el centro de Mombasa, y cruzamos tirando fotos, ignorando las miles de advertencias de que está prohibido. El centro de Mombasa es relativamente familiar, se parece mucho a Dar en los edificios, en la mezcla, en la vida loca en la calle atestada de gente vendiendo cosas y triciclos motorizados ofreciendo llevarte a donde se te ocurra. Mauro perdió uno de sus guantes, que uno de esos triciclos encontró y por suerte nos devolvió. Pero el calor es abrasante y no parece demasiado interesante salvo que paremos un rato largo a explorarlo, así que decidimos seguir nuestro camino. Esto es un poco como llegado, visto, listo, vámonos. Pero realmente no resulta demasiado atractivo desde la moto, y preferimos seguir. En las afueras todo está lleno de mierda, montañas de plástico y basura se apilan a orillas de los humedales que rodean la ciudad, contando una historia de cómo el progreso ha arruinado lo que un día fue hermoso. Más razones para dejar Mombasa atrás.

Kenya tiene también muchos camiones, pero nunca tantos como aquella maldita carretera de Dar. Sin embargo el camino hacia Nairobi se convierte en otra de esas carreteras horadadas por roderas de camiones y nos pasamos el rato buscando dónde adelantar, sin demasiado tiempo para ver mucho alrededor. Tierra adentro el suelo se hace más y más seco, y yo ya echo de menos las montañas como loco. La carretera es casi una línea recta perfecta, y los camiones gotean a nuestro paso en un constante bailar sobre un suelo irregular. El tiempo no ayuda. Desde que hemos salido de Mombasa una capa espesa de nubes grises que juegan a amenazar con lluvia lo cubren todo a nuestro paso, hasta allí donde se pierde la vista.

Hacemos noche en Voi, cruce de caminos con una carretera a medio construir que un día unirá esta población encastrada entre parques naturales con el mismísimo cielo de África: el Kilimanjaro. Nuestra idea inicial era buscar la carretera que rodea el Kilimanjaro por el norte, en suelo kenyata, antes de ir hacia Nairobi, pero el cielo está encapotado y nadie parece dispuesto a desencapotarlo. A la mañana siguiente todo sigue igual, si no un poco más gris, y comprendemos que es inútil tirar hacia el Kili, porque no vamos a ver nada. Así que decidimos ir a Nairobi donde haremos noche en el Jungle Junction, un camping-alojamiento regido por un alemán motero que durante años se ha convertido en punto de encuentro de casi todos los moteros que cruzan el continente. El tipo tiene un taller, que puede sernos de utilidad para descubrir qué pasa con el aceite en mi moto.

Al salir de Voi cruzamos el parque natural de Tsavo. Ibamos con la idea de que quizá fuera tan interesante como el Mikumi en Tanzania, pero resultó ser un secarral con apenas algún árbol en el camino y el único animal que pudimos ver fue un par de manadas de dromedarios que en realidad eran llevados por pastores. En todo caso bastante decepcionante también. De alguna manera, dejémoslo en que por culpa del cielo oscuro, Kenya es un poco decepcionante de momento.

Llegar a Nairobi sería una vez más horriblemente difícil. En general cada capital o ciudad grande que hemos cruzado ha resultado ser un dolor de muelas. Atascos horribles de horas en cada cruce, en cada rotonda. Y como la suerte suele llevarnos igual, casi en todas las ocasiones hemos tenido que cruzar la ciudad entera para llegar al alojamiento que buscábamos. Creo que en adelante intentaremos evitar las capitales.

Finalmente llegamos al famoso Jungle Junction, y realmente puedes respirar el ambiente motero allí. Según entras hay decenas de motos aparcadas, de viajeros que han confiado en el dueño para guardar sus motos mientras vuelven a sus países hasta que vuelvan a tener vacaciones, para poder seguir con el viaje desde ahí. En general es un buen trato, porque Nairobi está convirtiéndose en hub internacional en la zona, así que muchos vuelos allí son relativamente baratos. Además de las motos hay también caravanas, todoterrenos con habitaciones montadas en la parte de atrás... En todo el sitio se respira el ambiente del viajero empedernido, aquél que tiene historias que contar.

Allí estaba Glenn con su novia Vanessa, que llevan 2 años sobre ruedas, y que ahora vuelven a Londres donde empezaron con la idea de estar 4 meses en ruta. Allí estaban también aquella pareja de austriacos que llevaban también no se cuántos años rodando en su jeep, y se ganaban la vida escribiendo guías de viaje que venden en Amazon. También había una familia en autocaravana, que según contaba el austriaco habían empezado hace 10 años, y ahora tenían dos niñas de 9 y 5 años.

Lo peor de este tipo de sitios es sentirte tan pequeño, llevar todo el mes en la carretera pensando que eres uno entre millones, y encontrarte con gente que te deja a la altura del betún. Gente que te hace recibir una bofetada en la cara como preguntándote "¿y tú qué cojones estás haciendo con tus sueños, pardillo?". Lo mejor, es compartir el espíritu de quien tiene un alma viajera, un alma que le empuja a dejarlo todo atrás y explorar, y descubrir. Gente para la que un salón acogedor y una play station quedan completemanete fuera de su esfera vital, porque tienen mucho más que eso. Gente que quiere saber más, en lugar de encerrarse en menos.

Gente como la que yo quiero ser cuando sea mayor.