La ruta por la costa fue de lo más divertido del resto de Tanzania. Efectivamente la pista hasta Pangani empezaba por tierra dura plagada de piedras y se iba convirtiendo en grava bastante decente. Las Mitas, hasta los mismísimos cojones de que las lleváramos por asfalto día sí día también, estaban felices como lombrices. Las motos respondían de maravilla, adaptándose poco a poco al offroad suave, demostrando una vez más la madera de todoterreno de la que están hechas. Sin problema alguno se comían kilómetros de pista poco a poco hacia la tierra prometida de Pangani. El GPS nos advertía: esa carretera que venís siguiendo llega a un río donde se corta. Vosotros veréis. Google nos prometía sin embargo que había un ferry, y el hecho de que no hubiera carretera alternativa salvo volviendo a Sagera nos hacía confiar en nuestra suerte.
La costa de Tanzania, como ya habíamos visto hacía una semana, es más bien cálida. El sol pega aquí (ahora ya sin las malditas nubes) con fuerza, y cada vez que parábamos a echar unas fotos era como estar en tu propia sauna-chaqueta. Subirse de nuevo a la moto tenía también su aquél, pues en los 10 minutos de parada el asiento, negro como el carbón, había cogido una temperatura suficiente para cocerte los huevos. La costa quedaba allí cerca, al otro lado de los mismos palmares descomunales que habíamos visto en Tanga, y no muy tarde llegamos a Pangani. La pista nos daba una breve panorámica de la famosa playa, con unas olas preciosas que seguro hacen las delicias de los gilipijos surferos que parecen haber hecho popular esta zona, pero aparte de aquella estampa Pangani sólo pasó por nuestras vidas como el lugar donde esperamos al ferry, cociéndonos al sol. Veremos cómo es la carretera al otro lado, porque el GPS nos lleva por 160 kilómetros de ella hasta volver a la carretera principal que baja a Chalinze y de ahí a Iringa. Tal vez... No, ni de coña.
Maldita Tanzanholandesa.
La pista fue constantemente degradándose en calidad, pasando por villorrios donde nadie hablaba ni papa de inglés, y donde los niños nos salían a decenas al paso al grito de "Mzungu, Mzungu!", para después ponerse ha hacer bobadas con nosotros, a chocar palmas y a hacer gestos de que les molaban las motos. En total más de 200 kilómetros de pista. Una pista que en un momento dado se metía, como bien me prometió la Tanzanholandesa, por un parque natural. A la entrada, una placa en Swahili nos advertía de algo. Sólo sé que decía "Atención", del resto no podía entender una palabra. Bien podía haber sido un "Si entras aquí lo haces por tu propia cuenta y riesgo y asumes la responsabilidad de ser devorado por un león o pisoteado por un elefante", o un "Está usted entrando en terreno militar reservado, luego no se queje si de repente y sin aviso recibe un tiro por la espalda". Pero no, creo que sólo era un "La carretera que empieza delante de sus narices se convierte en mierda de vaca y casi impasable".
Mentira, a decir verdad la pista era asequible, o bien sería que las motos estaban tan felices de tirar por lo marrón que se portaban de maravilla. El caso es que fuimos a una media bastante decente de 60 kilómetros por hora. Hasta llegar, primero, a un sector de arena profunda. Era muy corto, cierto. Mauro pasó primero, y ví cómo su moto daba bandazos de alante y se las veía putas para controlarla. Yo reduje, me puse alerta, y con cuidado pero con decisión pasé por la marca de camión excavada en la arena, que hacía que el borde me llegara a la altura de la cadera. Y la rueda de alante se fue de varas.
Primero se deslizó hacia la izquierda, a contrapié, hundiéndose en arena suelta sin posibilidad de agarre. Intenté controlar poniendo algo de peso para ganar tracción, a lo que respondió subiendose a la montaña que delimitaba la rodera de camión a mi derecha. De allí rebotó alegremente como un muelle hacia la montaña de la izquierda, aunque a esta llegó a encaramarse sin rebotar. A estas alturas la rueda de atrás estaba derrapando y yo rodaba en perpendicular a la pista a unos 40 kilómetros por hora. Eché el cuerpo hacia la izquierda, al interior, tratando de hacer derrapar la moto para evitar que volcara y me escupiera hacia delante rodando después por encima de mi cabeza. Todo mi cuerpo se tensó ante la perspectiva inevitable de volver a toñarme. ¡Puta arena! ¡Puta Tanzanholandesa!
Y de repente se paró.
La rueda delantera sobrepasó la cima de la montaña de arena. El bastidor se clavó en ella, dejando ambas ruedas apenas levemente tocando el fondo de la pista, cada una a un lado de la rodera. El motor se caló, y yo me quedé flipado, como si todo se hubiera congelado, encima de aquel montón de arena finísima. ¡Joder qué potra!
No, no me había caído, pero sacar la moto de allí no iba a ser cosa fácil. Me costó unos buenos 5 minutos de empujar y revolucionar la moto, tratando de luchar contra la arena que se negaba a agarrar la rueda delantera y que amenazaba con llevarme fuera de la pista. Los ventiladores del pobre radiador chillaban revolucionando a toda pastilla haciendo lo mejor posible para enfriar el motor, y poquito a poquito, metro a metro, conseguí llevar la moto de nuevo al fondo de la rodera donde la arena era menos profunda y podía volver a encontrar agarre. Sudando, nervioso, acojonado pero eufórico por no haberme caído, salí del tramo de arena capuya. ¡Dame más!
Seré bocazas.
Un poco más adelante la pista empezaba a estrecharse y a los lados a intervalos regulares de 5 metros había montañas de tierra traídas para hacer un nuevo firme. De momento no era ni tan mal, pues las motos pueden fácilmente pasar por el lado no ocupado por las montañas de tierra. Pero un kilómetro más allá, las máquinas habían movido las montañas de tierra esparciéndolas por toda la pista. Tierra suelta, plagada de piedras, en una cuesta arriba de probablemente más del 18% de pendiente. Y una máquina de construcción circulando como malamente podía por ella, a unos 5 kilómetros por hora. Eso no sólo va a hacer que reviente el embrague y mate al motor de un calentón, es que si me paro en esa cuesta no hay cojones a arrancar de nuevo con tanta arena y pierda sueltas. Mauro incauto baja hasta el principio de la cuesta, comiéndole el culo a la máquina de construcción. Yo me quedo esperando en la cuesta abajo previa, dejando que el motor se enfríe un poco y que la máquina se vaya por lo menos hasta la cumbre. Mauro se para y mira al retrovisor preguntándome si me pasa algo. Yo le digo que tire, pero sigue sin moverse. Y cuando lo intenta sucede lo que yo veía claro, la rueda trasera empieza a escarbar en arena suelta y hace un hoyo, hasta dar con una piedra sobre la que resbala, quema goma, y vuelve a tirar la moto. Con un poco de ayuda, quitando la piedra resbaladiza y empujando la moto mientras arranca algo más suave de embrague, conseguimos que suba la cuesta. Yo vuelvo a mi moto, arranco y tiro en segunda, suave pero constante, superando la prueba sin dificultad. Lo importante en este terreno es no meter mucha fuerza a la rueda tractora y sobre todo, sobre todo, no parar. No ir deprisa, pero no detenerse.
El GPS nos dice que nos quedan 50 kilómetros, y yo me cago en la Tanzanholandesa (sí, una vez más, a estas alturas ya es mi deporte favorito) pensando que vayan a ser así hasta llegar a la carretera principal. Pero afortunadamente la arena suelta termina allí donde una apisonadora está haciéndola pista perfecta de nuevo, y podemos volver a hacer ritmos normales de rodar. Los últimos kilómetros de pista se nos van en un abrir y cerrar de ojos, aunque ir detrás de Mauro es un horror porque si le dejo espacio se para pensando que me he caído, y si se mantiene a distancia de retrovisor me tira una nube de arena y polvo encima que ni me deja ver ni me deja respirar. Intento reducir y dejarle espacio, pero él se limita a ir a mi mismo ritmo y a ratos consigue desesperarme, así que finalmente decido pasarle y ya está bien de llenarme de arena capuyo.
Ya sólo dos kilómetros y después asfalto, asfalto del bueno y seguro, porque ya hemos rodado por encima antes. Pero mis peores presentimientos se cumplen, y el último kilómetro es una ristra de roderas y piedras planas resbaladizas dispuestas a joderte la vida si vienes confiado por el asfalto prometido. Pero no contaban con mi astusia, y como me las veía venir iba bien cauto y preparado y no me cogieron por sorpresa, con lo que conseguimos llegar a la carretera principal sin más altercados ni derrapajes de ponerse perpendicular a la pista.
Al llegar al asfalto no puedo evitarlo, paro la moto, me bajo, me arrodillo y lo beso, como si fuera el Papa llegando a Tierra Santa. Estamos exhaustos, estamos deshidratados, pero estamos contentos de pelotas. Comentamos la pista, echamos un par de risas, nos vaciamos dos o tres botellas de agua y unas fantas en un minuto, y ante la atónita mirada de unas 80 personas que nos observan como si fueramos marcianos nos tentamos a tirar por otra carretera secundaria en lugar de jugar sobre seguro. Pero la tarde empieza a envejecer, así que mejor intentar llegar a Chalinze.
Seguimos la carretera que ya conocemos rumbo al sur, y la moto parece estar tan jodidamente feliz que incluso la vibración de la rueda delantera que me acompañaba desde el maldito buraco mozambicano parece haber desaparecido. A 30 kilómetros de Chalinze el sol está empezando a acostarse, y estamos en el cruce con la carretera de Bagamoyo. A la izquierda una carretera perfecta, inmaculada, de asfalto recién plantado, ancha como para albergar 4 camiones rodando en paralelo y aún poder adelantarlos, allí hasta donde se pierde la vista. Pregunto al GPS por alojamiento, y me da una sola opción en Chalinze, y 4 o 5 en Bagamoyo, la más cercana a 30 kilómetros. Bueno, al final va a ser que la buena de la Tanzanholandesa se refería a esta carretera, porque desde luego que parece exactamente lo que había descrito. ¿Qué hacemos? Chalinze, no sé si tendrán hoteles, no recuerdo ninguno, y es carretera que ya hemos rodado. Bagamoyo, pues el asfalto es cojonudo, y si sólo son 30 km está aún más cerca que Chalinze, y bueno, es algo nuevo. Venga, vamos a lo nuevo.
Error cotroso.
Para empezar, el primer alojamiento que el GPS marcaba a 30 kilómetros estaba cerrado, fuera de la carretera, y el sistema cantaba un error de imposible calcular la ruta. Bueno, pues vayamos al segundo. Es más, vayamos a Bagamoyo y busquemos allí, que seguro que hay cantidad de sitios.
Bagamoyo es una ciudad de playa pija, casi en Dar Es Salaam, y situada a 60 kilómetros (!!!) de aquél cruce. Y los últimos 15 kilómetros de asfalto nuevo perfecto superimpoluto... están sin construir. El camino alternativo plagado de camiones volquete pasa por arenales llenos de agujeros en los que cabe la moto entera.
¡¡¡¡¡ME CAGO EN TU PUTA MADRE, TANZANHOLANDESA!!!!!
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