La carretera baja hacia Arusha rodeando montañas que sólo son pequeñas porque tienen al gran Kili al lado. Cimas de 4.000 metros de altura nos miran impasibles desde su trono de nubes mientras cruzamos sus faldas regadas de tierra frágil resquebrajada por las lluvias que tajan profundos surcos sobre su piel. El lugar es un erial que me recuerda increíblemente a Mongolia, donde el viento corre a sus anchas azotándolo todo y la gente tiene que vestir mantas sobre la cabeza para protegerse. Cada pocos cientos de metros, un asfalto perfecto recién puesto salva los surcos de la tierra con puentes de dudosa estabilidad, dejandonos ver por un instante la herida profunda sobre la tierra que nos rodea. Si miras a lo lejos el suelo parece perfectamente liso e impoluto, pero sólo cuando has pasado estos surcos aprendes a distinguir que aquellas líneas en mitad del campo son, en realidad, gargantas de varias decenas de metros de profundidad.
Pasamos Arusha de largo, parando sólo a repostar y conseguir pasta local. Nuestro destino sigue siendo Moshi, y nuestra esperanza (cada vez más vana) que el cielo despeje de una puta vez y nos deje ver el Kili. Llevamos 4 días dando vueltas a la madre montaña y aún no hemos podido ver nada más que nubes. El viaje es corto, ya que Moshi no está muy lejos, pero queremos pasar allí la noche y después tirar hacia el Oeste rumbo a las inciertas carreteras (de nuevo, es un decir) de aquél lado de Tanzania, y posiblemente incluso Burundi. El caso es que llegamos pronto, y tenemos día suficiente para explorar un poco la ciudad.
Tras encontrar un hotel suficientemente asequible, presenciamos atónitos un ensayo de desfile de modelos en el parking del hotel mientras descargamos las motos. Es curioso el tipo de tías que participan en estos desfiles, o debería más bien decir el estereotipo de tías. Con pelos de dudosa naturaleza, peinados imposibles totalmente lisos que casi ninguna africana tiene, labios exageradamente hinchados y pintados casi fosforescentes, con tacones imposibles que dejarían a Abby a la altura del betún, sonrisas falsas, andares ridículos... En conjunto un gran esperpento que en nada refleja la auténtica (y por otro lado deslumbrante) belleza de las mujeres de este continente, y más en particular de este país. Creo que en cualquiera de los lugares que he parado he visto tías más interesantes que las que se pasean aquí con un numerito de concurso de miss. ¡Joder, si creo que hasta Mama Masai era más guapa!
Con las motos descargadas salimos a caminar a ver qué se cuece en la ciudad. Desde las motos parecía una ciudad bulliciosa, animada, llena de vida. A pesar de la fama de antro turístico que tenía en las guías, da la impresión de que la mayoría del turismo y de las víctimas de vendemotos son locales. Ciertamente vemos blanquitos alrededor, pero nada fuera de lo común, y desde luego mucho menos de lo que esperaba. Incluso, muchos de esos blanquitos parecen bastante bien mezclados con los locales. Las calles están atiborradas de rincones donde venden de todo, particularmente sandalias de goma de neumático. Cada dos esquinas hay casetas de recauchutado en las que desmenuzan neumáticos viejos, laboriosamente tajando la superficie de contacto que hará las veces de suela de aquellas sandalias que venden dos metros más allá. Salpicadas entre estas tiendas se alternan puestos de ropa china, agencias de viajes que organizan tours de escalada al Kili, tiendas de curiosidades (que es como llaman aquí a las tiendas de recuerdos) y algún que otro bar.
A cada 20 metros que andamos escucho 3 o 4 voces gritando "¡Eh Rastaman!". Después de los 30 primeros intentando venderme curiosidades, tours al Kili y demás mierdas, empiezo a ignorarles por defecto. Sí, sí, One Love, paz y toda esa mierda. Jah! man. Sí, sí, luego me paso por tu garito a fumar Ganja (marihuana), espérame sentado que ahora voy. Y en estas aparece Musculitos. Musculitos es un tipo alto y cachas que parece reventar la camiseta del Real Madrid que lleva cubierta por una mochila. Nos cuenta que hace guías al Kili (qué original) y que tiene una tienda de curiosidades (aún más original) y que conoce un bar Reggae que está muy bien, si queremos ir. Mira, ahora sí has captado mi atención. Como no parece haber mucho más original y estoy hasta los cojones de los "Eh Rastamán" nos vamos con Musculitos y nos lleva al garito que, efectivamente, pone música reggae todo el rato y tiene un ambiente super relajado. Incluso los "Eh Rastamán" aquí parecen mucho más naturales, nadie parece intentar venderte nada y sólo quieren una sonrisa de vuelta. Pues dos Ndovu, por favor.
Richard se nos presenta como el dueño del garito, super amable, honestamente curioso por qué hacemos en Moshi y interesado en todos los detalles de nuestro viaje. Nos cuenta que él estuvo viviendo en Osaka unos años, ahorrando para volver a Moshi a abrir este garito, y que allí aprendió japonés. Un colega japo bebe tranquilo en la barra, y Richard nos cuenta que es su amigo japonés que se encontró por ahí y que flipó de ver un negro que hablaba japonés. El garito tiene un tablón anunciando el nombre del bar, y las excursiones al Kili que organizan, y está en inglés y japonés. Al rato nos dice que nos dejemos de Ndovus y que probemos Safari, para él la mejor cerveza del mundo. Así que nos animamos y entablamos charla con todos los allí reunidos. Como si de un chiste se tratara allí estabamos el japonés, el suizo, el español, el tanzano, la inglesa, la alemana, la holandesa (mitad holandesa, mitad tanzana) y el etíope. Más tarde aparecerían dos vascos (hostia patxi) con una pinta de jarraichu de la hostia. Antes de escuchar su acentazo espanglish ya tenía clarinete de dónde salía en tipo. Y es que los de bilbo nacen donde les sale de los cojones.
A mitad de la noche Richard y la inglesa (su novia) nos invitaron a la trastienda a compartir cosas buenas. No, Sumi, no pienses en nada sexual. El rollo era totalmente relajado y se convirtió instantáneamente en mi lugar favorito de Tanzania, si no de toda África. Creo que entiendo por qué el japonés, que había estado allí hacía unos años, había vuelto. Yo también lo haría, pienso, o más bien yo también lo haré. Un par de Safaris después la inglesa nos contó que iban a preparar cena, que si nos queríamos apuntar. El menú consistía en un plato típico Masai, a base de patata y plátano fritos con verduras y a elegir pollo o ternera. Por supuesto que nos quedamos, faltaría más. Estábamos ya pensando en que tendríamos que movernos del garito para comer algo y nos fastidiaba la idea, con lo que la oferta era mejor que buena. Y la comida, aún mejor. Impresionante.
La noche se alargaba y las Safaris se sucedían una tras otra, lo que hacía la conversación más amena, más intensa. En algún momento, hablando de nuestros viajes por África con la tanzanholandesa, hice hincapié en mi experiencia en este viaje de cómo según el nivel de pobreza aumenta, la amplitud de las sonrisas en la gente se incrementa. Cómo los que menos tienen parecen más felices, de lejos, que aquellos primos ricos en Sudáfrica. Y se le iluminó la cara.
De repente empezó a darme las gracias por recordarle aquello que era importante en su vida, aquello por lo que se había venido de Ámsterdam a Tanzania (vivía en Dar Es Salaam, que ya es tener huevos). Empezó a darme abrazos y besos y el resto de la noche hasta irse se la pasó sin parar de rajar conmigo. Ni que decir tiene que yo, con unas cuantas cervezas ya encima, me la hubiera follado allí mismo. Estoy bastante seguro de que incluso sin cervezas lo hubiera hecho, porque lo cierto es que llevaba toda la noche sin poder apartar la mirada de su cuello y sus hombros increiblemente sexys. Pero en un momento dado se excusó por tener que irse ya que a la mañana siguiente trabajaba. Hicimos las típicas bromas de rigor hablando de por qué no se venía en el viaje, porque siempre le había gustado la idea de aprender a montar en moto y viajar por ahí en una. Le tenté uas cuantas veces e incluso la reté a pasar a buscarla la mañana siguiente y llevármela. Con una sonrisa increíble selló la falsa promesa de vernos al día siguiente, y se fue hacia la mototaxi que esperaba por ella. Antes de subir, se acercó de nuevo, me dió un beso y se despidió diciéndome "Recuerda que siempre, cuando menos te lo esperas, aparece un ángel. ¡Gracias!". Y desapareció para siempre.
Terminamos cerrando el bar, con Richard jurándonos amistad eterna y retándonos a quedarnos una semana allí. Como la noche es propensa a esas falsas promesas que no se dicen de mentira, sino que se hacen con la sinceridad del corazón a sabiendas de que al día siguiente no tendrás que cumplirlas, juré quedarme allí no una semana, sino algunos meses.
Sé que volveré, aunque no sé si será igual. Pero lo que sé seguro es que aquella noche me convertí en su ángel y nos enamoramos perdidamente, como aquellas falsas promesas que mañana serán sólo un dulce recuerdo.
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