Entramos a Zambia por la frontera más horrible del mundo. Una ciudad fronteriza llamada Tunduma, con cientos de casas prefabricadas con techos metálicos, polvorienta, fea, sin nada en ella que merezca pararse. Si no fuera por los trámites aduaneros ni lo hubiéramos hecho. De hecho, en un momento dado estuvimos en tierra de Zambia sin papeles ni nada, porque ni siquiera la verja tiene un control adecuado.
En el puesto fronterizo como de costumbre, mil buscavidas se apelotonaron a nuestro alrededor, contándonos milongas sobre los seguros, sobre impuestos de carreteras, impuestos de emisiones y no sé que hostias más. Más tarde descubriríamos que como de costumbre nada de aquello era cierto.
El lado zambiano era aún peor. Bajo un calor de pelotas tardamos más de 3 horas (¡tres!) en conseguir los papeles. Un tipo se empeñó en ayudarme, llevarme a las casetas correctas para el papeleo, incluso bajo advertencia de que no le daría ni un pavo. Él insistió que lo único que quería era ofrecerme un buen tipo de cambio cuando hubiera acabado con aduanas. El guarda del párking ya empezó a gritarle que de dónde salía y que el sitio donde me llevaba no era el correcto, así que empecé a picarme con él. De repente me metió en una sala donde todos los oficiales de aduanas estaban sentados en sus mesas haciendo papeles. Nos acercamos a uno con pinta de mandar más que los demás, y lo primero que le pregunta al buscavidas:
Poli - Y tú ¿quién eres? Buscavidas - Yo vengo ayudando a este tipo que me ha pedido ayuda Kali - ¿¿Yo?? ¡No me jodas tío! Yo no te he pedido nada P - ¿Puedo ver tu carnet de identidad? B - Eeerr.. P - ¿Para quién trabajas? B - Eeeerrr... P - No sabes para quién trabajas, no tienes identificación. No puedes estar aquí. Abandona este lugar. AHORA.
Vuelve a por otra, chaval.
K - Señor, yo sólo estoy intentando saber qué tengo que hacer, y este tipo me ha metido aquí. P - ¡NO NECESITAS NINGÚN AGENTE PARA PASAR ADUANAS! ¡PUEDES HACERLO TÚ SOLITO! K - Señor, sí señor. P - Habla con este tipo de ahí.
El tipo de ahí resultó ser uno de esos agentes aduaneros que tienen más pachorra que vida, y que no sabe teclear en el ordenador con más de un dedo. A todo eso súmale que no sabía cómo rellenar el formulario de importación temporal de vehículos con una moto. Y el que sabía hacerlo, oh, casualidad, no estaba allí. Tras aporrear el teclado un rato decidió que me fuera con otro oficial a una caseta donde rellenaríamos el formulario en formato papel, que iba a ser más rápido. Pero después de media hora rebuscando entre papeles el otro oficial tuvo que asumir que no encontraba el formulario y que mejor intentábamos de nuevo en el ordenador. Una hora después el tipo inicial estaba tecleando (mal) mi apellido y rellenando el formulario, cuando de repente se le ocurrió que necesitábamos fotocopias de toda la documentación.
Y finalmente, al cabo de una jodida eternidad, pasamos de nuevo la verja, esta vez con papeles. Estamos en Zambia, país número 9 del viaje.
La frontera a este lado es igual o peor. La misma cantidad de polvo, de mierda, de nada alrededor. Fea con ganas. De alguna manera dejo el paso atrás con la sensación de que no he entrado en este país, sino que en un símil sexual, lo hemos violado. Ha sido sucio, violento, feo, sin ningún amor. Y para colmo, los augurios de los viajeros con los que habíamos hablado en el camino se presentaban ciertos. De momento.
Algunos lo llaman socabón. Otros buraco. Otros potholes. Los más graciosos escondites de cebras. Pero lo que teníamos delante no era eso, era, si acaso, un escondite ¡para elefantes! El asfalto simplemente se desvanecía bajo nuestras ruedas con un escalón de más de medio metro, y arena al fondo. Con las motos podíamos encontrar un camino entre los agujeros, pero los camiones y los coches que cruzaban las pasaban putas, no, lo siguiente. Por si esto fuera poco el solazo que nos había cocido en las 3 horas de frontera nos abandonó refugiándose en las malditas nubes que nos perseguían desde el Cloudimanjaro.
Y de repente, la carretera mutó. Se convirtió en un asfalto perfecto, que no podía llevar ahí puesto más de un par de meses, sobre el que literalmente volábamos. La carretera, parte de la mítica Ciudad del Cabo - Cairo, atravesaba el norte del país en una recta contínua que se perdía allí donde la vista ya no alcanzaba. Incluso aposta era difícil rodar a menos de 130, es más, había que tener cuidado de no ponerse a 140. El paisaje en sí era bonito, pero era contínuamente lo mismo y más de lo mismo. La hierba crecía alrededor de la carretera por encima del metro y medio y sólo podíamos ver copas de árboles sobre ella. Era uno de esos sitios donde piensas, si hay un león ahí no lo ves llegar ni de coña. Y hacía frío.
Un frío de cojones. Todo el norte del país se extiende sobre una meseta perfecta a 1500 metros de altitud. La variación máxima que tuvimos fue de apenas 100 metros. Y carretera y manta. Hicimos la primera noche en una aldea donde las calles eran de tierra y apenas había nada que hacer, y descubrimos que en Zambia la electricidad se va, de media, todas las noches. Y todo el mundo tiene un generador diésel. Mientras cenábamos en un agujero de mala muerte un pollo delicioso con Ugali / Nxima / Shima, hizo plof! y todo se quedó a oscuras. Los demás comensales del lugar, como si la cosa no fuera con ellos, permanecieron impasibles en sus conversaciones, en sus cenas. Tan acostumbrados deben estar que allí no se inmuta ni dios.
Y mientras apurábamos los restos de la última botella de Amarula que nos quedó a medias y que venía en el equipaje, se nos acercó un tipo con aire divertido que no paraba de charlar animadamente y con la curiosidad de un niño pequeño sobre cualquier cosa que pudieramos contarle. Nos contaba que él era del sur, y que en este país hay grupos étnicos tan claramente diferenciados que él los ve a la legua quién es de donde.
Es curioso, a menudo en África me sigue impresionando que la gente dentro de un mismo país se considere tan diferente unos de otros basados en su grupo étnico. En Sudáfrica, por supuesto, la diferencia es bien sencilla: Eres blanco, eres negro. Los negros seguramente tengan sus propias diferenciaciones raciales, pero no tengo ni zorra porque no conseguimos entablar una charla con ninguno de ellos, tan marcada es la diferencia del "supuestamente" derogado Apartheid. En Mozambique podías ver cómo la gente era totalmente distinta en la costa que en el altiplano de Chimoio / Tete, predominantemente, por cierto, del mismo grupo étnico de Zambia con quien hace frontera en esa zona. En Malawi apenas hay un par de grupos pero también se diferencian entre ellos. En Tanzania, curiosamente, el país está tan tremendamente dividido en grupos étnicos, dicen que más de 60, que no hacen diferencia. Como nos contaba Richard en Moshi, cuando lograron la independencia lo primero que hicieron fue redistribuir a la población para mezclarla y que no hubiera tensiones étnicas. Para ellos la etnia es simplemente una gracieta, un añadido enriquecedor sobre de dónde vienen y cuales son las costumbres de su grupo étnico. El grupo mayoritario apenas llega al 16% de la población total. Receta perfecta para la estabilidad. Aquí en Zambia también hay muchos grupos, y tampoco llegan a superar el 18% en el caso del mayoritario. Y todo el mundo parece, de algún modo, contento y ajeno a diferenciaciones raciales. Ni siquiera oímos la constante cantinela de "Mzungu!" que sí escuchábamos en Tanzania.
Pero sea como fuere, aquí todo parece más tranquilo, más calmado. Y la gente es agradable. Una de las cosas que más te llama la atención de esta zona es que absolutamente TODO el mundo te saluda con un "Hola, ¿cómo estas?" Sólo cuando se han interesado por cómo lo llevas, las conversaciones empiezan. Y si por alguna razón sigues la (ahora maleducada) costumbre europea de ir al grano con tu conversación, te interrumpen para volver a preguntar "¡He dicho que cómo estás!". Y se te cae la cara de vergüenza, por ser tan desconsiderado con cómo los demás llevan su día.
El segundo día fue más de lo mismo. Carreteras interminables sólo ocasionalmente interrumpidas por controles policiales que en su mayoría pasaban de nosotros, y los pocos que nos paraban lo hacían más por curiosidad de qué hostias hacian dos blanquitos en unas motos cargadas hasta los topes, pasar un rato de conversación diferente, y hacer alguna broma sobre que le comprásemos una de estas motos para dejarnos pasar. Más de gracieta que ni siquiera buscando una fanta.
Y de aquella manera transcurrió tooooodo el camino hasta Lusaka. Pasando frío, aburridos de rectas interminables. Hasta llegar a la gran urbe, donde vive el 60% de la población de este país. Sólo interrumpidos por la carretera que lleva a la zona minera de Zambia, en la frontera con Congo, donde se encuentran los mayores yacimientos de cobre del planeta, motor económico del país, en las que vimos las ruedas más grandes que he visto en mi vida, cargadas en camiones para llevarlas de repuesto a los vehículos gigantes de las minas. Convoyes que ocupaban toda la carretera forzando a los demás camiones y autobuses a echarse al arcén a su paso, cargando ruedas de fácilmente 10 o 12 metros de altura y volquetes tan anchos como dos carriles, nos iban salteando los últimos kilómetros hasta Lusaka.
Y finalmente apareció, detrás de una loma, la gran urbe. Coronada por un estadio de fútbol (cómo no) a medio construír, curiosamente por la empresa de construcción del gobierno de Shanghai (toma ya), la ciudad se abría paso a través de arrabales infinitos, malolientes, negros como el tizo, llenos de basura de plástico y gente con pinta de no haber visto un billete grande en su puta vida.
El eje central de la capital, la Calle Cairo (por su pertenencia a la gran ruta antes mencionada) acoje toda la zona moderna de la ciudad, y podría estar en cualquier país "avanzado". Bancos por todos lados, tiendas, centros comerciales, gente a mansalva... Y al otro lado, nuestro destino en Lusaka. Aliboats. El único servicio oficial de Yamaha donde las motos deberían pasar la revisión de los 10.000 km, tras unos 13.000 recorridos en realidad. Allí charlamos por fin con el tipo que Craig había acordado el servicio, que resultó no conocer a Craig de nada en absoluto, y tener una curiosa vista ligeramente diferente de la historia que habíamos oído de Craig.
Para empezar, parece que hubo cierto malentendido con Craig acerca de la reparación de la rueda. Ya que voy a tener que pagar el yantazo de todas maneras, lo suyo hubiera sido que me la montaran en Lusaka, y poder disfrutar de una rueda en condiciones el resto del viaje. Pero por saber, ni siquiera sabían que veníamos con la intención de cambiar las gomas. El tipo nos contaba que, como el nombre de su taller indica, se dedican a motores de barco y sólo mínimamente a motos, y que no tenían equipo para cambiar las gomas y hacer el equilibrado. Bien organizado, Craig. Ni que decir tiene que la yanta no había llegado ni lo haría en al menos 10 días, porque había que importarla desde Sudáfrica, con lo que mi yantazo sigue ahí bien puesto gracias.
Habíamos llegado tarde, y tendríamos que esperar al día siguiente a llevar las motos al taller. Además con todo el rollo de cambiar las gomas tardarían otro par de días hasta tenerlas listas. Al tercer día en Lusaka pudimos recuperar las motos, aún muy tarde para salir, con lo que tuvimos que hacer un total de 4 noches allí que se nos antojaron eternas.
Lo peor de una situación así es que de repente no tienes medio de transporte. Llevamos 5 semanas en la carretera, con la libertad maravillosa que las motos te dan de poder hacer lo que quieras, cuando quieras, sin depender de nada. Y de repente, teníamos que andar los 4 kilómetros desde el cámping hasta la tienda más cercana en una estación de servicio. 6 hasta Aliboats. Y ser víctimas de los taxis, convertirnos en gente corriente subiendo a microbuses atestados con más de 20 personas, andar como humanos corrientes... Hace unos días éramos dioses surcando el mundo con la libertad de los pájaros, y de repente estábamos atrapados en una ciudad, ni siquiera: en las afueras, con nada que hacer, con la tienda más cercana a una hora pateando. Y las nubes, por fin, se fueron. Sólo para hacer nuestra caminata más insufrible. Éramos ángeles caídos, despojados de nuestras alas, del favor de los dioses para dominar la tierra y escapar de las vidas corrientes.
Nuestro purgatorio particular se hizo aún más duro cuando el cámping donde estábamos se llenó con un autobús de americanos post pubertad que venían de safari a África, todos con un pavo del copón de la baraja, con todo el equipo; incluido párroco al que trataban de emborrachar. Gritones, todos, insufribles. Poniendo pachanga a todo trapo en el único bar del cámping donde malpasábamos nuestras horas condenados a la espera. ¿Qué mal habíamos hecho a los dioses para ser castigados de esta manera? El dueño del bar se empeñó en endulzarnos un poco la estancia, y de la forma más divertida nos enchufaba una cerveza cada vez que abríamos la boca. Por supuesto, pagada, no te vayas a creer. Pero lo hacía con tanta gracia que la aceptabas gustoso. A fin de cuentas, mañana no hay que conducir.
La comida basura que servían nos dio pie a lo mejor de nuestra estancia en el purgatorio: duramente ganado mediante caminata bajo el sol de justicia y microbús atestado hasta la ciudad, encontramos un Spar donde sin duda encontraríamos carnaza. Y en el cámping tienen carbón. Y barbacoas. El mítico Braii del sur de África por fin se nos pondría en las narices, aunque fuera de la manera más artesanal y sin acompañamiento, allí nos plantamos con cosa de un kilo de carne cada uno, a plantar en parrilla y esperar, después comer. Es fascinante lo fácil que es hacer carne con un buen carbón. Y lo tremendamente buena que puede estar. Definitivamente me cuesta entender a los vegetarianos.
Tras tres días interminables allí plantados pudimos recuperar el favor de los dioses en forma de motos, que relucían totalmente limpitas, calzadas con zapatos nuevos, unas Metzeler Tourance que ya conocía de calzarlas en la Gata, con las que aprendí a curvear en montaña con el mayor de los placeres, llegando a rozar las estriberas en el paso por curva: tan estupendas son esas ruedas. Perderíamos tracción en off road, pero a cambio las carreteras de asfalto con curvas cobrarían una nueva dimensión. Parafraseando a Chimo Bayo: Dimensión divertida.
Pasamos nuestra última noche de castigo en aquél cámping atestado de cebras, ciervos y jirafas. Qué impresión las jirafas. Tan tremendamente altas, incluso estas pequeñajas. Tan aparentemente torpes y lentas en sus movimientos, y sin embargo rápidas sobre el terreno. Es cuestión de perspectiva, de tamaños. ¡Va a ser verdad lo de que el tamaño importa, después de todo! Nos atiborramos a barbacoa, lo preparamos todo, y a la mañana del quinto día en Lusaka salimos escopetados rumbo al sur, hacia la presa del lago Kariba, en el río Zambeze, donde esperaba el paso fronterizo a Zimbabwe. Zambia se nos acababa, ahora con un solazo que quemaba al pararse, y en las cercanías del lago, por fin, regalándonos las únicas montañas del país, con una carretera agradable, llena de curvas y con buen asfalto que nos invitaban a estrenar las Metzeler. Yo no cabía en mí de gozo. Hay que joderse que lo haga como lo haga, lo que más me gusta en el mundo en una moto es curvear en carreteras de montaña. Las ruedas nuevas se pegaban al suelo como si estuvieran bañadas en loctite, y con tanto agarre jugaba como un niño pequeño con un juguete nuevo a tumbar todo lo posible, incluso bajando la moto por debajo de mi cuerpo para apurar más. Y así se nos fueron los últimos kilómetros. Allí, majestuoso, inmenso, aparecía el lago Kariba, creado artificialmente al plantar una presa en el tercer río más caudaloso de toda África. 250 kilómetros de largo, más de 70 en el extremo más ancho, e infinidad de montañas alrededor. La presa, construída en los 50 bajo el mandato británico de Rhodesia, genera electricidad que bastaría para cubrir las necesidades tanto de Zambia como de Zimbabwe, pero como nos enteraríamos más tarde, el 80% de la energía producida aquí se exporta a países como Congo. Mientras los Zambianos sufren cortes de luz a diario. Mi no entender.
La frontera estaba totalmente vacía, sin colas, sin buscavidas, sin gente gritando o polvaredas o montañas de mierda alrededor. Sólo naturaleza y una carretera vallada con alambre de espino que bajaba hasta el puente de la presa, parada obligatoria para hacernos fotos en la línea de la frontera, justo en la mitad de la presa, con el río más infestado de cocodrilos a ambos lados.
Y entramos en Zimbabwe.
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