La mañana en Jungle Junction pasó comprobando los niveles de la moto. El aceite va bajo, sí, pero no parece que vaya a ser un problema. tampoco parece que deba serlo el hecho de haber cambiado de tipo de aceite en Blantyre. Chris, el dueño, tiene ese aire de sabelotodo tocapelotas que no para de tratarte como si fueras gilipollas. Es cierto que, en general, el tiempo le dio la razón después, pero ese estilo arrogante de superioridad y sobrado por todos los lados lo más que induce es a pensar que al imbécil ese ni caso.
La primera vez que oí hablar del Jungle Junction fue en Sagera, en el cruce de la carretera del norte en Tanzania, aquél donde hicimos noche antes de tirar a Tanga. Allí nos encontramos una pareja de Serbios que llevaban también un par de años rodando en moto. Llevaban la misma moto que nosotros, sólo que un modelo antiguo, e iban cargados hasta los topes. Nunca había visto una moto con maletas-bolsas tan grandes a los lados, tanto que en tamaño se asemejaba a una Goldwin con los laterales acolchados. Los serbios, cuyos nombres no recuerdo, pero que llamaré Sr. Buenorro y Sra. Quesito (porque daban asco de la pinta de modelos perfectos que tenían ambos, especialmente la sra. Quesito) vivían en la carretera a costa de su trabajo. El viaje era su trabajo: Sr. Buenorro era fotógrafo profesional, y parte de su abultado equipaje era todo el material de fotografía. Sra. Quesito escribía guías de viaje, que adornaba con las fotografías de su chico. Nos contaron que habían pasado por el JJ en Nairobi, y que venían arrastrando un problema con su moto por pérdida de aceite. La historia no era demasiado alentadora, pues al parecer Chris era un gruñón tacaño que les cobraba una barbaridad por hora de trabajo (incluyendo el tiempo que tardaron en arreglar un plástico que rompieron en el taller al desmontar la moto) y que no contento con eso les había cobrado la electricidad y la tinta por bajar de internet e imprimir un manual de mantenimiento de la moto. Su opinión es que el tipo parecía cansado de llevar aquello y trataba a todo el mundo con desprecio. Tras aquella charla animada y el correspondiente intercambio de consejos sobre la ruta (ellos bajaban hacia Mozambique) Sr. Buenorro y Sra. Quesito desaparecieron para siempre de nuestras vidas de la misma manera en que habían aparecido: sigilosos y desapercibidos.
Chris me advirtió que si había que meter mano a la moto eran 30 pavos (¡¡europavos!!) por hora de trabajo. Obviamente no podía evitar recordar las historias de Sr. Buenorro y Sra. Quesito, y andaba algo mosqueado con que el tipo estuviera allí para sacarme la pasta más que otra cosa. También nos preguntó por nuestros planes, y al oir que pretendíamos ir al parque del Ambuselli (al norte del Kili) nos soltó con todo el desprecio que pudo que aquello era una pérdida de tiempo estúpida, porque no nos iban a dejar entrar con las motos. Ni que decir tiene que con todo mi percepción del tipo no era de lo más amigable. Sin embargo se subió a la moto, me pidió permiso para dar una vuelta con ella, y volvió diciendo que no me calentara la cabeza que a la moto no le pasaba nada. Y se despidió sin cobrarme un pavo. Receloso pero aliviado, me dispuse a empaquetar las cosas a ver si salíamos de una maldita vez de Nairobi, pues ya había pasado el medio día.
Sea como fuere Chris no resultó ser el tipo más agradable de encontar. Estaba claro que regentaba aquello sólo a medias, y que se paseaba para hacer las formalidades, soltar sus sobreces de tolosa, cobrar, y largarse. Por supuesto no dormía ni vivía allí. Glenn y los Austriacos nos contaron la noche anterior una historia de miedoÑ apenas una semana antes de llegar nosotros allí el sitio fue asaltado por la noche. Unos tipos intentaron abrir la puerta y al acercarse el guarda cargaron con el coche entrando en el local. Armados. Intentaron disparar al guarda, pero los perros se abalanzaron sobre ellos y el guarda consiguió salir con vida. Aún así se llevó una paliza de campeonato, y uno de los perros recibió un balazo que le rasgó la cara a la altura del ojo. Al final los asaltantes se dieron a la fuga y todo acabó en un susto, pero la historia venía a confirmar todos los prejuicios escuchados hasta entonces sobre la ciudad a la que apodan "Nightrobbery". Quizá Chris sólo estuviera hasta el culo de cosas como esa y estaba deseando olvidarse del lugar.
Salir de Nairobi no resultó tan horrible como entrar. El tráfico era algo menos caótico y nos separamos pronto de la carretera principal. Cogimos camino al sur, hacia la frontera camino de Arusha, en Tanzania. El cielo seguía tan gris que apenas había algo interesante, y la carretera era relativamente recta y aburrida. Sólo cerca de la frontera empezó a haber algo de montaña. Y por fin, allí a lo lejos, pudimos ver la base del Kilimanjaro. Sólo la base, porque apenas unos metros sobre nuestras cabezas el cielo nos ocultaba aquella montaña de leyenda.
Llegamos a la frontera y justo antes de cruzar al otro lado enfilamos la pista de tierra que llevaba al Ambuseli. El primer sector era absolutamente fácil, con pista dura y sólo un poco de grava, sin más obstáculos que algún que otro badén a la salida del poblacho que hacía frontera. Poco a poco la pista se estrechaba y el firme se arrugaba por el paso de los 4x4. Cuando vas deprisa en moto sobre ese corrugado resulta imposible concentrarse, porque la moto vibra tanto que tu cerebro se hace papilla en tu cabeza, y la vista se te nubla incapaz de fijarse en un punto concreto. Tuvimos que bajar el ritmo definitivamente un poco más adelante cuando la grava se convertía en arena fina y suelta, haciendo realmente difícil mantener la moto en línea recta. 50 kilómetros más tarde llegábamos a la puerta del Ambuseli.
"No, no, no podemos dejaros pasar, es por vuestra seguridad". "No, no hay camino alternativo, la carretera pasa por aquí". "Bueno, antes de iros esperad que os asiste mi compañero". ¿Cómo? ¿Qué asistencia necesito para volver por donde he venido? Mientras esta mini conversación tenía lugar, alrededor nuestro se agolpan decenas de señoras mayores vestidas con los trajes "típicos" Masai, vendiendo baratijas por 5 dólares. Un niño de tres palmos de altura se empeñaba en encaramarse a mi moto, casi tirándosela encima. Y entonces apareció El Listo. El Listo es un tipo que se presenta majete, sonriendo, jo qué putada no os dejan entrar, pues claro, el Ambuseli es super precioso, pero claro hay elefantes, bla bla bla. De repente te cuenta que el conoce los caminos alrededor del parque, y que ha guiado por allí a muchos moteros. Te mete prisa porque el sol está cayendo ya, y hay que salir pronto para llegar al siguiente pueblo donde hay alojamiento, al otro lado del Ambuseli, y a los pies del Kili. "Oye, y esto que me cuentas, ¿como cuánto nos va a costar?". El Listo me coge de la mano y tira de mí a un apartado diciendo que vamos a hablar en privado. ¿En privado de quién? ¿Por qué cojones tengo que alejarme para hablar de tu precio? Mal, así de entrada, mal.
¿¿¿8.000 Schillings??? Empiezo a gritar como un loco. Pero tú estás mal de la olla chaval. "No, hombre, pero son 8.000 schillings, no dólares". Nos ha jodido, sólo faltaba. 8.000 Schillings son 70 europavos. Anda y que te folle un pez chaval. "No, no te vayas, dime cuánto crees que es lógico pagar". Que me dejes en paz. Cuando entran con esos precios surrealistas es que paso ni de hablar con ellos. Vamos de vuelta a la frontera, y mañana cruzamos a Arusha y Moshi, a ver si con suerte ha despejado y podemos ver el Kili desde el sur. Damos media vuelta y apuramos las últimas horas del día recorriendo la pista por la que venimos, viendo como a Mauro se le cruza una jirafa a la carrera, y pendientes todo el rato de qué tipo de animal nos va a saltar en el camino. Cuando llegamos casi es de noche, y buscamos alojamiento siguiendo el GPS.
¿¿¿4.000 Schillings??? Venga, tronco, corta el rollo de precio Mzungu. Mzungu es la palabra en swahili para designar al blanquito. Se supone que no es despectiva, pero en esta zona tan turística casi todo tiene un precio, y un precio Mzungu. En el segundo sitio nos dan un precio más normal y nos disponemos a pasar la última noche kenyata en un poblacho fronterizo de mala muerte donde no hay una mierda que hacer. El único restaurante (es un decir) tiene la televisión puesta a un volumen brutal y actua de anestésico para la mitad de la población local que debe no saber hacer otra cosa que intentar vender mierda al transeunte ocasional y sentarse embobado delante de una pantalla que le taladra los oídos.
Adiós Kenya, has sido una gran decepción.
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