jueves, 20 de junio de 2013

Tanzania rumbo al norte (3) - Yo para ser feliz quiero un camión

Aprovechando el cántico a la gloria de Alá me decidí a buscar la Toyota tempranito. El objetivo: encontrar el mismo aceite que lleva mi moto. El problema: La moto se ha ventilado todo el aceite que llevaba al empezar el viaje, más el litro de aceite que traía en botella de repuesto, en apenas 5.000 kilómetros. En los últimos días he ido vigilando la varilla del aceite siendo horrorizado testigo de cómo la marca va cayendo por debajo de la línea de mínimo. La Teneré es una moto a prueba de bombas, y aguanta toda clase de perrerías que le eches encima, pero un motor sin aceite es garantía de fin del viaje.

Los de la Toyota me reciben con malas noticias: no tenemos el aceite de Yamaha, y el grado que calzas (10W50) es más bien rarito. El que trae Mauro es 15W40, con lo que no puedo mezclarlo. Pero demostrando la siempre buena voluntad y hospitalidad de este país, uno de los mecánicos de Toyota me dice que si le llevo conmigo en la moto me lleva a donde cree que pueden venderlo. Es posible que el tipo sólo quisiera dar un paseo en moto, pero lo cierto es que estuvimos casi una hora rebotando de tienda en tienda, literalmente por todos los vendedores de aceite lubricante que existen en Iringa. Después de mucho darle vueltas me dice que mi mejor baza es cambiar el aceite por uno que sea lo más parecido posible. Al final compramos un 20W50.

En el taller le sacan todo el aceite que tiene, y la palangana apenas llena más de medio litro. El tipo me mira con cara de "qué potra tienes chaval" y limpian el filtro para tratar de evitar la mezcla al máximo. Yo mientras contacto con mi hermano por Wassap, con la vana esperanza de que me diga si es cierto que se puede mezclar aceites. De la conversación saco que soy un inculto de mierda, y que el problema no es tanto en el grado como en el tipo de aceite. El de Yamaha es un semi-sintético. El que están metiendo los del taller, sintético. De aquí en adelante me las pasaré acojonado por si esto es un problema fatal o no. De momento confío en mi amiga la suerte y en el hecho impepinable de que cualquier cosa será mejor que seguir rodando con la cantidad ridícula que tenía este motor. He comprado aceite para parar un tren, para rellenar el depósito entero y aún llevarme un par de litros "paporsi". Si en 5.000 km se ha ventilado un depósito de aceite, a ver cómo cojones voy a llegar a los 18.000 que tiene este viaje.

Tras varias horas de taller me reúno con Mauro, que está comprando crédito de Airtel para pillar un pack de internet móvil del copón de la baraja, a ver si nos da para subir fotos. Se lo está comprando a un tipo que te manda pasta desde su móvil (algo súper común en África) al que tú le das pasta en metálico. Se despide con una sonrisa. Más tarde la recordaremos.

Salimos de Iringa más tarde de lo que queríamos, y la carretera sigue el mismo guión que hemos traído hasta ahora. Kilómetros y kilómetros de rectas sin fin, badenes, y camiones. Pero para hacernos el trago más pasable nos encontramos que la carretera atraviesa el Parque Nacional Mikumi. Es la única reserva a la que puedes entrar en moto, y la carretera está petada de señales de advertencia recordándote que estás cruzando una zona de vida salvaje y cuánto te toca pagar si atropellas a según qué especie. Créeme, los precios no son nada asequibles según más raro y más grande sea el animal, aunque me hacía gracia pensar que mencionaran elefantes, porque a mí me da en la nariz que si te estampas contra un elefante, la multa será la menor de tus preocupaciones.

Allí, sintiéndonos en nuestro propio safari, veo por fin los primeros ejemplares en su entorno natural de animales que siempre había visto en el zoo. Primero antílopes. Después cebras. Girafas, enormes, gigantes, con pinta de lentas y de patosas. Y de repente, ahí, a apenas 5 metros del borde de la carretera, el amigo del "dey": un elefante que no se balanceaba sino que buscaba comida con sus amiguitos se planta con cara de "¿Y tú qué cojones miras papanatas? ¡Mira que te voy a meter un buco que te voy a tatuar la trompa en la cara, ¿me oyes chaval?!". Sí, tu rite, pero de verdad que los elefantes tienen una pinta de marrulleros del copón de la baraja, cuando se ponen chungos abren las orejas para alante para parecer más grandes y se dedican a hacer movimientos raros de cabeza del tipo mira que voy. Yo estaba parado en el arcén, con la marcha metida y calculando mis posibilidades de poner punto muerto, soltar embrague, coger la cámara, encenderla y tirarle una foto, todo antes de que, si el paquidermo pasa de las amenazas a los hechos, pueda llegar hasta donde estoy yo. La conclusión es sencilla: él, elefante; yo, gallina.

El resto del viaje apenas tiene algo interesante que mencionar. Los kilómetros, eternos, pasan adelantando camiones lo mejor que podemos y aprendiendo a rodar sobre los badenes de la manera más suave para la moto. El largo camino a Dar Es Salaam se va acortando minuto a minuto, y cuanto más cerca estamos de nuestro destino más camiones se interponen en el. Dar es un puerto internacional que sirve no sólo a toda Tanzania, pero también a Burundi, Ruanda, Zambia y Malawi. Y SÓLO hay una carretera hacia el interior del continente. Por aquí pasa literalmente toda la mercancía que países como Zambia importan de China o Japón.

Cuando entrábamos en Tanzania leí en Wikitravel una nota acerca de los camiones y del tráfico en general. En ella decía que los tanzanos a menudo adelantan en lugares prohibidos, o de curvas de visibilidad nula, y que por lo general no puedes contar con que al verte vayan a apartarse. También mencionaban el generalmente bajo nivel de mantenimiento de esos camiones que a menudo causa fallos en los frenos o ruedas reventadas. Por supuesto, como este viaje (y tantos otros) me está enseñando, de lo que la gente escriba en foros o te diga en bares a la realidad suele haber un trecho largo. Y en esas iba pensando cuando de repente, a lo lejos...

Una curva a izquierdas. Unos 500 metros. Un camión que viene en el otro sentido. Y un autobús detrás de el. Un momento... ¿detrás? Al salir de la curva se ve claro: al lado. El autobús no va mucho más rápido que el camión, y el camión no va a gastar sus frenos en dejar pasar al autobusero loco. Le doy luces. Me da luces (!!!). Le doy más luces y hago aspavientos con los brazos diciéndole que se aparte. Reduzco. Reduzco más. 100 metros. Y por fin termina su adelantamiento. Yo he tenido que reducir hasta 70 porque a la velocidad que venía no le hubiera dado a terminar el adelantamiento. Primer aviso.

Joder, qué cabrón. Estos autobuseros están locos. Miro al retrovisor y Mauro está cerca, lo ha podido ver todo. Hago signos con la mano en el casco y el responde igual. Están locos estos tanzanos. Un poco más adelante la historia se repite. Calcada, pero esta vez con un camión en lugar de un autobús. Esta vez bajo hasta los 50, y pasa lo suficientemente cerca para levantarle claramente el dedo. Segundo aviso.

Al segundo aviso seguirían un tercero, y un cuarto, de nuevo con autobuses, y esta vez teniendo que echarme al arcén. Esto es una puta locura, en serio, esta gente no sé en qué cojones piensa. Mauro va ahora delante, pero no cambia mucho, la situación se repite para él también. Creo que los toreros tienen 2 avisos y al tercero les largan, yo ya he tenido cuatro y no sé ni quiero saber cómo sería un quinto. Ya queda mucho menos para Dar y el sol empieza a acercarse al horizonte, tiñendo el cielo de rojo. Nuestro sentido apenas tiene tráfico y rodamos a una velocidad moderada de 100. En el otro sentido viene una hilera de no menos de 15 camiones, cada uno siguiendo al anterior a sólo unos pocos metros.

Rodamos cuesta abajo, con una ligera curva a izquierdas. A mi izquierda el terreno se despeña en un terraplén donde la carretera se ha construído elevada para salvar un valle. Un chaval rueda tranquilo en su bici. Mauro, a unos 200 metros delante de mí. En el otro sentido aquella hilera de camiones, que están empezando a subir cuesta arriba. Y todo sucede en una milésima de segundo.

Dicen los comentaristas de la Fórmula 1 que si parpadeas te lo pierdes. En esta, si parpadeas, no lo cuentas.

Un camión, enorme, blanco. Una muralla blanca con un radiador gigante protegido por una estructura metálica diseñada para trocear vacas y mantener la cabina intacta. Ha salido de la nada, de la hilera de camiones. De un volantazo pasa a centímetros de Mauro quien apenas consigue empujar la moto hacia la izquierda para salvar el impacto lateral, pero lo consigue. Cada pelo de mi cuerpo se ha clavado como una escarpia en mi piel, y puedo sentir hasta las rastas erizadas en una bomba de adrenalina que me llena por completo cuando aquella muralla de hierro y gasóil completa la salida de su carril y se planta, a 100 km/h cada uno, delante de mí. A menos de 200 metros.

Sólo ha pasado media milésima y ya estoy apretando los frenos pero sé que es inútil, tengo que tirarme fuera del camino, no hay alternativa. El arcén tendrá un metro de ancho más o menos, y junto al terraplen delante de mí empieza una barrera quitamiedos, una de las famosas cuchillas asesinas de moteros. El tiempo se detiene en un instante eterno con mi corazón latiendo a mil pulsaciones por minuto y mi cerebro hirviendo. Delante una pared blanca asesina. A la izquierda un terraplén, o una ridícula oportunidad de conseguir meter la moto entre el camión, el ciclista, y el quitamiedos. La vida me ha dado una pausa de gracia para dejar que mi cerebro evalúe, dopado de adrenalina a saco, pero esa pausa ya se ha terminado y el mundo vuelve a moverse. La moto patina de atrás. Patina de alante. Contravolanteo para mantenerla de pié pero seguir tirándola a la izquierda hacia el arcén. No puedo hacerlo muy deprisa porque reviento al ciclista y me reviento contra el quitamiedos. Mis dedos se mueven a la velocidad de la luz tratando de hacer el máximo freno sin bloquear rueda y cada vez que suelto freno empujo la moto un poco más a la izquierda.

El tiempo se acaba, aún me queda casi medio carril, que me parece un mundo, para llegar al arcén. El camión debe estar ya a menos de 50 metros, pero ya no lo veo. Todo mi mundo, toda mi vida, está enfocada en ese arcén. Mis ojos abiertos como platos tratan de medir cada milímetro de espacio que tengo y mi cuerpo menea la moto lo mejor que la intuición me permite. 20 metros. 10. Ahora o nunca, me va la vida en ello.

La vida pasa por mis narices. Recuerdo mi accidente, hace mil años, cuando volé hacia aquél árbol. No quiero repetirlo. No quiero. Simplemente no quiero. No quiero golpear ese quitamiedos. Recuerdo mi primer post en este viaje. No me toca, no me sale de los cojones. No así.

Suelto frenos mientras doy el último empujón a la moto hacia la izquierda, pero aún manteniendo la inclinación hacia la derecha para no pegar en el guardarraíl. Acelero para salirme del carril.

No sé cuanto fue. Sé que pude sentir el golpe de viento que el frontal del camión desplazaba al pasar por mi lado. Sé que sentí cómo mi pierna rozaba el guardarraíl. Creo que pude imaginar la cara del pobre chaval en la bici. Nunca fuí capaz de imaginar la cara del hijo de la gran puta que conducía (es un decir) aquél camión.

La moto pega un par de bandazos al caer al arcén que está un escalón más abajo, y al ceder al aire desplazado por el camión. La rueda de atrás se desliza de lado a lado y la moto se comporta como un caballo encabritado. Y reduzco. Sin tocar frenos. Sin tocar nada. Sólo lo suelto. Y grito, grito desesperado sin saber qué hostias decir. ¿Cabrón? ¿Hijoputa? ¿aaaaaah? No sé ni qué grito, pero grito. Y la moto se para poco a poco. Gracias, gracias moto, gracias por entrar en ese metro de vida. Gracias por salvarme. Gracias adrenalina por concederme el medio segundo para reaccionar. Te lo dije, este viaje no iba a ser. Lo prometí al empezar.

Cuando te salvas de una muerte segura por apenas medio metro los sentimientos se mezclan confusos. Estás cabreado, pero eufórico. Lo he hecho, sigo aquí. No soy un cromo en el frontal de ese camión. Podría haber acabado como todos esos mosquitos que se estampan en mi visera. Pero no. Estoy aquí. Estoy vivo.

Y llegamos a Dar El Salam. Pero qué importa. Estoy vivo.

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