martes, 14 de mayo de 2013

Día 0 - Aviones

Medio mundo pasa bajo mis pies. A 10.000 metros de altura todo se ve tan pequeño e insignificante desde la ventanilla del avión... Hora tras hora mares valles y montañas se alejan en la distancia como si fuera una maqueta. Son horas que muchos cuentan como gastadas, sin mucho que hacer para matar el rato. Unos juegan a las cartas, otros ven películas en sus pantallas individuales, o sus ipads. Los menos leen un libro. Los más, duermen.

Para mi, ratos de yo. Tiempo de mirar adentro, de mirar atrás. ¿Cómo he llegado hasta aquí? ¿Es este el sitio donde quería estar hace unos años? Parece inevitable hacerse preguntas topicazo, como ¿eres feliz con lo que estás haciendo en este momento? Resulta igual de inevitable caer en la tentación de pensar que poco importa donde quisieras estar, porque el hecho es que estás aquí, te pongas como te pongas.

Pero debo admitir que de cuando en cuando me gusta tener estos ratos para mi solo, un poco de hablar conmigo mismo, ponerme en paz conmigo mismo. Como me enseñó hace tiempo una buena amiga, disfrutar de que este tiempo es para ti y nadie más. Durante las 9 horas de vuelo no hay reuniones, no hay compromisos, no tienes que quedar bien con nadie, ni alegrarle el día a nadie, ni preocuparte de qué hora es. El viaje en avión se convierte así en un momento de relax, de abandono de toda responsabilidad, ya que nada está ahora mismo en tus manos. Poder desconectar, poder relajarte, cerrar los ojos y buscar qué hay de verdad en tu interior, qué significa ser esa persona que eres, dedicarte un rato a ser tú, a redefinir el tú si te hace falta. Buscar la paz interior, prepararte para ser quien eres cuando salgas del aereopuerto. ¿Cuál es tu próximo destino? ¿Qué esperas de el? ¿Qué quieres hacer con tu tiempo en los próximos días, o meses? Y sobre todo: ¿Qué planeas hacer para conseguirlo?

Tengo una confesión que hacer.

Recuerdo hace mucho tiempo, cuando aún apenas tenía conciencia de mi mismo, cuando aún alzaba los brazos pidiendo que los mayores me subieran en brazos e hicieran el tonto conmigo sólo para hacerme reír. Una de esas personas, mi abuelo Nicolás. El último recuerdo que tengo de él es en el pasillo de su casa, uno de esos largos como un día sin pan. Él volviendo de la calle, yo esperando a que llegara. Saliendo al pasillo en su busca, con los brazos en alto. Ignoro si decía alguna palabra, o si tan solo me plantaba allí enmedio, brazos arriba, esperando que me aupara. Pero sí recuerdo su risa. Su cara llena de arrugas sonriendo y haciendo polladas para que me riese. Nicolás se murió cuando yo tenía, creo, dos o tres años. Ni siquiera estoy seguro. Pero un día se fue.

Recuerdo visitas al hospital, salas de espera porque no nos dejaban pasar. Recuerdo lluvia, y una cabina verde de telefónica setentera, y preguntas a mi madre sobre si era la cabina de E.T. para llamar a casa. También recuerdo que Nicolás ya no volvió a aquel pasillo. Ni a ningún otro sitio. Desapareció. Se convirtió en nada, en un recuerdo.

Yo entonces no tenía ni idea de qué era morirse. Solo sé que me sentía confuso porque ese señor ya no estaba, y todos estaban tristes. Aún tardé mucho tiempo en saber qué significaba aquello de morirse. Muchos años después se fue Abu. Abu era mi abuela. Ni siquiera recuerdo su nombre. Me da igual que los que leáis esto me digáis "pero tío", porque para mi ella siempre fue Abu. Abu se murió en su casa, y recuerdo a todo el mundo llorando, y a Abu allí tumbada, sin vida. Estando sin estar. Recuerdo prometerle que no lloraría, porque todos los demás lo estaban haciendo, y alguien tendría que mantenerse firme para los demás.

La vida siguió y me enseñó cosas que no quería saber, como que ahí fuera existían cosas llamadas guerras donde la gente se mataba sin saber muy bien por qué. O sabiéndolo, qué más da. El caso es que me tocaba hacer la mili, y para mí aquello era una cosa coñazo que no quería hacer simplemente porque sonaba más "cool" ir contra la norma. Así que fui cogiendo prórrogas por estudios, y considerando declararme objetor de conciencia, a pesar de que no tenía mucha, la verdad. Pero poco a poco esa conciencia creció, y me convencí de que tenía mil millones de motivos para no ir a la mili. Yo no quería aprender a usar un arma. No quería, bajo ningún concepto, hacer que una persona dejase de existir.

La muerte era un concepto ya bastante definido. Y empezaba a tener claro que un día llegaría mi momento. Pero entonces sólo me parecía importante que fuera como fuese ese momento lo único que le pedía es que fuera rápido y lo más indoloro posible. Y que cuando sucediera, nada importaría, porque ya estaría acabado para mí. Sólo sería importante para los que se quedaran detrás, como aquel día años atrás alrededor de Abu. No le tenía miedo a la muerte. Era sencillamente algo natural.

Un día, hace unos dos o tres años, me desperté aterrado por un sueño que había tenido. En el alguien se moría. No era yo, pero yo lo vivía en primera persona. Y de repente se incrustó en mi un miedo atroz a la nada del después, a esa sensación de caer al vacío del olvido. Durante un par de semanas estuve convencido de que era un sueño premonitorio, y que alguien cercano iba a morirse. El sueño se convirtió en recurrente, y la ansiedad al despertar me dejaba un nudo en la garganta que me amargaba un día tras otro. El tiempo pasó y nadie cercano se murió, y poco a poco el sueño dejó de atormentarme. Pero ese miedo a la nada se quedó de equipaje.

Durante los últimos dos años he buscado la manera de dejar ese equipaje atrás. Las religiones no me sirven y no creo que haya una vida después. He tratado de simplemente olvidarlo, pero cada vez que leo sobre muertes (especialmente en guerras) esa vieja sensación se apodera de mi garganta y me estrangula un poco durante unos días. Sólo hace unas pocas semanas conseguí darme cuenta de que cada día, al dormirme, muero, resucitando a la mañana siguiente. Y sé que llegará un día en que no resucitaré. Me he dejado llevar por la alegría de resucitar cada mañana, de tener un día más para disfrutar y para hacer cosas. Aún estoy trabajando en dejar esa sensación olvidada para siempre, pero de momento me sirve con sentirme vivo al despertar. Y con combatir la muerte con la vida, tratando de hacer lo que esté en mi mano para sentirme vivo.

Los aviones son lugares perfectos para reflexionar, para hacer las paces contigo mismo. Llevo mucho tiempo cargando con esta losa, de cuya existencia sólo una persona más sabía hasta ahora. Este es mi miedo, y esta mi manera de exorcizarlo.

El viaje ha comenzado. Es hora de sentirse vivo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario