miércoles, 30 de mayo de 2012

De cómo el sueño se tornó pesadilla

El tiempo ha pasado, lento pero inexorable, desde aquel día en que desesperábamos a la puerta de la empresa de exportación. Algunos (casi todos) saben ya qué pasó, sea por facebook o por haberme visto en persona, pero quizas no tantos saben el cómo. He aquí un resumen:

Apenas 5  minutos después de mi último post en directo, Mauro salía visiblemente decepcionado del edificio. Sus palabras revelaban lo que su careto de desesperación presagiaba: "No way". No hay manera. Necesitamos una serie de permisos para las motos que en la práctica son imposibles de conseguir, a saber: certificado del departamento de turismo chino, del departamento de seguridad nacional, y del departamento de industria.

A la desesperada nos vamos al edificio que vi en la frontera, que decía "agente de aduanas". Esperando, o ya ni eso, el milagro de un "conseguidor" en el último suspiro. Allí nos dicen más de lo mismo.

Al salir de la frontera por enésima vez, hablamos con unos tipos que por allí pululan, con dudosa pinta, que nos explican que antiguamente se podía cruzar, pero que como había mucho contrabando de vehículos empezaron a endurecer la normativa. Los tipos nos cuentan que ellos gestionan el paso de chinos al otro lado, estos aparcan sus coches allí donde estamos, se suben al jeep con matrícula de Mongolia, y pasan. Después y en la ciudad homóloga al lado mongol de la frontera, suben a otro destartalado jeep que les trae de vuelta.

Nos insisten en que hagamos como ellos y dejemos las motos aquí, y tras no pocas veces de explicar el plan de cruzar Mongolia de lado a lado, nos repiten la misma cantinela de lo mafan que es hacer los papeles de la moto. Al final nos intentan convencer de que nos pasan con la moto escondida entre las cajas. Y nos piden un montón de pasta, cambiando en unos minutos de opinión para pedir aún más pasta.

Decimos que vamos a por el equipaje y que ahora volvemos, y nos vamos a recoger las cosas al hotel. Mediodía ya pasó y nuestra paciencia es reducida cuanto menos. Llegamos al hotel para debatir que hacer.

"Espero qe tengas claro que de pasar las motos así existe una gran posibilidad de que las motos no puedan volver, ¿si?"

Para Mauro la decisión es algo más fácil: él tiene una segunda moto en Shanghai, y nunca ha tenido un apego especial con su montura: la practicidad de que hace gala se impone al sentimentalismo y la moto sólo es un medio para viajar, nada más. Lo cierto es, en cualquier caso, que meternos en estos jaleos puede traer mogollón de complicaciones, desde que nos roben las motos los tipos de dudosa pinta, hasta lios en aduanas por intentar pasar de estraperlo dos motos. En cualquiera de los dos lados de la frontera (recordad que cada frontera tiene dos lados, uno por país, y de momento sólo hemos lidiado con el lado chino.

Después de discutir un rato sobre los pros y los contras, decidimos descartar el trapicheo de la frontera en jeep mongol. Deberemos renunciar pues al sueño de este viaje: Mongolia nos deja con un palmo de narices después de estar tan cerca y tan lejos durante tanto tiempo. El visado de urgencia, los días en este pozo de mierda, todo para nada. El papelajo en el pasaporte permanecerá sin sellar como recordatorio de este aborto de viaje.

Pero intentamos reponernos y mirar adelante: no desfallecer, no perder los días de vacaciones: vamos a buscar un recorrido alternativo para sacar lo mejor posible de esta estúpida situación. La primera idea es cruzar la estepa y el desierto por la parte china de la región histórica de Mongolia: la provincia de Mongolia Interior, de paisajes prácticamente idénticos a los de Mongolia, y extendida por todo lo largo de la frontera entre ambos países, hasta llegar por dentro de China, hasta Urumqi en Xingjiang, tal como planeabamos en un principio.

La segunda opción, nacida más a mi modo, fue siguiendo la filosofía de "pues si es el viaje de tener portazos en las narices, vamos a por ellos", y vayamos a comprobar cuanto de cierto es eso de que no podemos entrar en Tíbet. Vayamos pues hasta el Tíbet cruzando por Mongolia Interior y Qinghai. La idea pasó moción enseguida y empezamos a empaquetar. La ruta era pues, como sigue:

[caption id="attachment_1018" align="aligncenter" width="519"]Erlian-Lhasa Erlian-Lhasa[/caption]

Total, unos 3000 km más y la posibilidad, si nos rebotaban en la frontera de Tibet, de volver hasta Lanzhou o Chengdu para empaquetar las motos y volar a Shanghai. La cosa pintaba hasta bien y todo.

Al salir de Erlian la sonrisa volvió por fin a llenar nuestros cascos. ¡¡Otra vez en marcha!! No se si podéis imaginar la sensación después de tanta frustración. Atrás quedaban días atascados en la frontera, papeleos con organismos oficiales, rebotes de oficina en oficina... todo quedaba para el recuerdo, o mejor dicho para el olvido.

La carretera por delante nos proponía desandar unos 150 km de autopista aburrida y recta, con vientos del copón lanzandonos el desierto de lado. En resumen, nada apetecible. Así que rebuscamos alternativas en el gúguel maps y a pocos km de Erlian encontramos una carreterucha sólo visible a partir de cierto nivel de zoom que prometía. La X926:

[caption id="attachment_1019" align="aligncenter" width="470"]X926 X926[/caption]

La carretera dejaba la autopista en una salida a un campo de entrenamiento militar. Superadas las dudas (y el yuyu) sobre si sería de acceso restringido al ver coces civiles llegar a la autopista por ese camino, tiramos pa alante felices y contentos de seguir (o reanudar) por fin nuestra aventura.

La X926 resultó ser una carretera bastante nueva (el cartel a la entrada rezaba que había sido completada en 2011) y con un asfalto relativamente agradable y cómodo. Apenas sin baches, los únicos obstáculos eran la estrechez de la carretera, las ráfagas ocasionales de viento (ese día de tan "solo" 35km/h) y los ocasionales bichos de toda índole que cruzaban la carretera a nuestro paso.

A lo largo de la carretera se sucedían paisajes casi lunares con dunas avanzando lentamente en paralelo a nuestro camino, como indicándonos la dirección correcta. En aquellos paisajes de llanuras infinitas las pistas de arena se sucedían constantemente cruzando la carretera formando una malla de caminos con destinos desconocidos, pues se perdían allí donde alcanzaba la vista, y eso que en estas llanuras la vista llegaba hasta a tomar por saco. Aún así no alcanzabamos a ver casas salvo alguna que otra granja ocasional cada 70 km.

Lo que no faltaba a cada lado eran rebaños interminables de ovejas. Por cientos, por miles, pastando a su entera libertad por llanuras infinitas, buscando como locas briznas de hierba que desafiaran la arena omnipresente. Ovejas locas como cabras que de cuando en cuando jugaban a echar una carrera cruzando la carretera antes de que nuestras motos llegaran a ese punto. Sobra decir que sólo lo conseguían porque nosotros frenábamos. Junto a ellas pululaban perrillos de las praderas asomándose curiosos a nuestro paso.

Los kilómetros pasaban impasibles sin apenas cambios en el paisaje. Lo más extraordinario que pudimos ver fueron unos campos petrolíferos. Me imagino que esta zona debe estar petada de carbón y petróleo.

Y el viento. Eterno, constante. Resulta imaginable cómo la gente aquí enloquece de tanto pegarle el viento en la cabeza.

De cuando en cuando veíamos un pastor llevando su rebaño con una motillo cutre, dando tumbos por la estepa que se extendía interminable por todos lados. Pastores con abrigos a cada cual más gordo y con trapos cubriendo sus cabezas para protegerlas del viento y del sol.

Y así seguimos durante más de 100 km hasta ese punto donde el asfalto parecía haberse cansado de existir para sencillamente dar paso a una pista de gravilla que parecía anunciar que algún día alguien seguiría asfaltando. Se acababa en mitad de la nada, sin razón aparente, como si a la cuadrilla se le hubiera gastado el alquitrán y huieran decidido darse la vuelta y volver a Erlian, el lugar habitado más cercano a ya unos 140 km.

En estas llanuras los días son eternos, pues el sol tarda en salir y en ponerse mucho más que lo que estamos acotumbrados, así que a pesar de llevar un buen par de horas rodando desde abandonar la idea de Mongolia aún nos quedaba día por delante. Pero lo que empezaba a bajar era la gasolina.

El cuenta parcial me anunciaba ya 180 km desde el último repostaje, y al ritmo que llevábamos mis cálculos nos daban unos 180/200 más de autonomía, pero empezaba a ser preocupante la falta de pueblos (o cualquier rastro de vida humana, para el caso). Teníamos que elegir, jugárnosla a seguir adelante, o desandar un cacho bien grande para volver a por gasolina, hasta la autopista. En breve pasaríamos el punto de no retorno, donde, la autonomía ya no nos daría para volver atrás.

Como no podía ser de orta forma, seguimos adelante.

Los kilómetros seguían cayendo y adoptamos ritmos más bajos de vueltas para ahorrar gasolina. El paisaje cada vez era más bonito y la arena del desierto había dejado paso a esporádicas manchas de verde por todos lados que convertian el margen de la carretera en una alfombra con una pinta tal de suavidad que te daban ganas de tirarte fuera del camino. Y lo hubiéramos hecho de seguro de no ser por nuestra nueva política de ahorro de combustible.

Pasamos una señal que indicaba para adelante un pueblo a 113 km. Perfecto, entraba en nuestros cálculos, que ya nos dejaban un  margen de 150.

El día empezaba a declinar aunque sólo para dejar unos colores aún más vivos: la noche no empezaría a caer hasta bien pasadas otras 5 horas, por lo menos. En cualquier caso no parecía que hubiera problema alguno para encontrar dónde acampar por allí, salvo tal vez el viento.

Unos 40 km después de aquel cartel de 113, otra señal anunciaba, para nuestro más absoluto asombro, el mismo pueblo de nuevo a 113 km. Pero junto a esa indicación un desvío a sólo 1.5 km. Incluso desde donde estábamos podíamos ver la silueta de unos edificios. De modo que allí fuimos, con la esperanza de que alguien nos pudiera vender gasolina.

Llegando al lugar pude distinguir una torre hexagonal acristalada que recordaba a aquellas de un aeródromo. El complemento de un patio rodeado de edificios a modo de barraca, una cancha de baloncesto y un par de logos del ejército me hizo sospechar lo que dos tipos, corriendo con los brazos en alto hacia nosotros y vestidos de militar, venían a confirmar: estábamos en una base militar, probablemente fronteriza, pues debíamos estar a menos de 5km en línea recta de territorio mongol.

Mauro se paró a hablar con ellos, y yo me quedé revisando el mapa, en busca de algún núcleo urbano. Sin éxito. Harto de buscar me bajé de la moto y me dirigí hacia los militares y Mauro, a ver qué pillaba en la conversación. El miliko, ya bastante nervioso, se puso aún más nervioso al ver mi cámara en el casco.

Conseguimos calmarles los ánimos dando nuestros datos y gracias a la labia de Mauro contándoles toda la película del viaje, y tras quitarme el casco y afirmar que la cámara estaba apagada (¡¡mentira!!). Una vez más calmados pusieron el modo majete y nos indicaron que el pueblo más cercano estaba probablemente a unos 180 o 200 km. Como a eso no llegábamos ni de coǹa nos sugirieron que preguntáramos en las granjas por si alguien nos vendía algo de sopa.

En este momento nos sentíamos ya bastante estúpidos porque no teníamos suficiente gasolina, ni un sólo cacho de comida y apenas agua para un día. Habíamos caído de pleno en la trampa de considerar que en China siempre hay gasolineras y pueblos. Nunca antes, ni siquiera en las montañosas regiones de Yunnan habíamos visto este grado de vacío en China.

Obedientes seguimos adelante con las esperanzas puestas en algún granjero o en acampar y esperar el paso de algún coche que nos pudiera acercar al pueblo.

Arrancamos y en mi cabeza aún estaban los nervios de llevar la cámara encendida. Tanto que casi me olvido de ponerme los guantes. Y nos alejamos por fin de los militares.

De momento.

Unos 5 km más allá, Mauro toca el freno, aparentemente mirando una mancha en el horizonte que podría ser una granja. Yo, que creo que va a parar, me echo a un lado para pararme a su lado y contarle lo de la cámara encendida (él aún cree que iba apagada como le dijimos a los militares), pero por alguna razón no termina de frenar. Lo más seguro es que no me haya ni visto.

Mauro sigue rodando pero yo he enfilado una diagonal que me lleva fuera del camino. Y sin darme cuenta he entrado de lleno en una zona de gravilla muy suelta.

De repente tengo 12 años. Estoy aprendiendo a montar en bici otra vez. Me siento como aqellos días en que frenaba con las suelas de los zapatos. El suelo no es firme y la gravilla hace balancear la moto. Intento darle golpes de dirección para encarrilar de nuevo la carretera, pero el suelo está demasiado suelto, y la moto hace ademán de irse al suelo. Veo el camino cómo acaba en un pequeño terraplén de apenas medio metro, pero totalmente suelto. Pienso que lo mejor que puedo hacer es tirar la moto en dirección al terraplén y bajar a la alfombra que es la estepa a nuestro alrededor.

12 años. La bici. El bloqueo mental infantiloide de "que me caigo, que me caigo". Me imagino como en aquella escena de 2001, una odisea en el espacio, cuando van desconectando placas de Hal9000. Mi cerebro se apaga, silenciosa y gradualmente.

La rueda de alante entra al terraplén. Hace como media hora que Mauro pisó el freno. Intento controlar el derrape como habíamos estado haciendo en el desierto. No funciona. La rueda vence y la moto cae hacia la izquierda a apenas 35/40 km. Me caigo. Cerebro apagado, bloqueo infantil. Me caigo de lado, apenas en parado. Cerebro apagado.

Sin cerebro somos como vacas: nos movemos por instinto. El instinto, que es a veces un tanto subnormal, hace todo lo contrario de lo que debería. Mi brazo izquierdo suelta el manillar i la mano aterriza en el suelo, en la grava.

Mi percepción aquí es confusa. Siento el golpe en la mano y cómo el resto del cuerpo le sigue. Caigo como un saco y pego al suelo con un golpe seco y un "uf" de pegar con el costado en el suelo. ¿El suelo?

Levanto la vista, mi pie ha quedado atrapado en la malla del equipaje, pero lo cierto es que lo único que duele un poco es el orgullo. Hay que levantarse.

Muevo el brazo para levantarme.

Y el brazo se mueve.

En dos partes.

Mi mano se desliza en el suelo, inerte, doblando un codo de más a media altura entre el codo y la muñeca.

Por mi cabeza pasan imágenes de deportistas a los que les pasa algo similar, y la sensación de dolor que imagino acompaña.

Por mi cabeza pasa también lo remoto del lugar donde estamos, sin gasolina, sin comida, sin agua, sin equipo de primeros auxilios.

Empiezo a gritar, impotente.

Mierda mierda mierda mierda.

Discuto mentalmente conmigo mismo, ¿por qué gritas así, capullo? ¡Si ni siquiera duele! (al menos de momento, gracias cuerpo por tu adrenalina). Grito por lo jodida de la situación. Y porque mi brazo se ha roto. De cuajo.

Mierda.

La cámara estaba encendida, y gracias a la repetición a cámara lenta veo que en realidad el brazo clava en el suelo y es mi cuerpo cayendo sobre el quien lo rompe.

Dicen que una imagen vale más que mil palabras. Juzguen ustedes mismos:



Continuará...

2 comentarios:

  1. Todavía me da grima verlo, una leche tonta pero con consecuencias. Ahora solo hay que pensar en la recuperación física y a retomar sueños y proyectos... ;)

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