lunes, 3 de junio de 2013

Mozambique

Si pasar la frontera fue relativamente fácil, entrar en Maputo no tanto. Las colas de atascos horribles, de circular a menos de 15 km/h nos tuvieron buena tarde para entrar. Ahora bien, salir de allí iba a ser aún peor. En casi 3 horas de camino no conseguimos salir de la ciudad y sus arrabales. Con las motos hirviendo y los cojones hinchados de tanto camioncito y tan poca carretera alcancamos los 35 kilómetros de distancia desde el backpackers donde habiamos dormido. La carretera se nos abría por fin y pudimos empezar a echar millas, pero era ya demasiado tarde y la noche se nos echaría pronto encima. Lo malo de dormir en un sitio agusto es que al día siguiente cuesta un huevo despertarse. Sobre todo a Mauro. Y en justicia, yo siempre tardo unos 20 minutos más cuando él ya está sentado en la moto. En cualqiuer caso tuvimos que hacer noche en un sitio de mierda en mitad de la nada y nos sajaron por ello.

Al día siguiente intentamos compensar, y salimos prontito con una idea clara de a donde llegar: Inhanbane (léase "iñamban" con la última "e" como escondiéndose). Un pueblecito colonial portugués, otrora meca comercial de la zona, hoy venido a menos pero con ese aire fantástico de tiempo detenido. Buscábamos el segundo Fátima Backpackers de Mozambique, y tras pegarnos con las pistas de arena llegamos esperando un sitio guarrete, barato. Lo de barato se cumplió, pero ante nosotros se abrió un paraíso en plena orilla del Índico, con terracita al mar, playa, hamacas, unas vistas alucinantes de la costa y un buen rollo estupendo. Y zona de camping por 5 pavos. El lugar, además de buena comida, buena gente y estupendas vistas nos regaló la luna saliendo del mar, gigante, anaranjada, y una noche tranquila y bien dormida al amor de la amarula compartida con gente. Allí nos encontramos con 3 españolas con las que ya habíamos coincidido en Maputo, así que a Mauro le tocó poner caretos mientras todos alrededor hablaban Español. También se nos acopló un mozambicano pesao, pesao pesao, que no paraba de darnos la brasa con las mujeres blancas y qué se yo. Yo me lo pasé teta practicando mi portuñol y con una de las españolas que resultó ser realmente italiana preguntándome que de dónde venía mi acento gallego. Manda huevos.

A la mañana siguiente, apenas dormido 3 o 4 horas, la alarma me despertó justo a tiempo para ver uno de los espectáculos más alucinantes: el sol levantándose en el horizonte sobre el Índico interminable. Coincidí de nuevo con Paola, la italiana, que con un poco de suerte conseguirá acordarse de la dirección de este blog y algún día leerá estas líneas, para ver (y fotografiar intensamente) el amanecer. Y como después daba pereza irse a dormir de nuevo, nos fuimos a investigar la costa alrededor de la playa de Tofo. El paseo nos descubrió unos acantilados alucinantes, con rocas repletas de agujeros labrados pacientemente por el mar, que soplaban al batir de las olas como silbándonos una historia de tiempos pasados. Historia por cierto manchada por la lacra de la esclavitud, como el monumento al esclavo se encarga de recordarnos justo junto al llamado "Buraco dos assesinatos", aguero de los asesinatos, un pozo en la roca del acantilado por donde tiraban a los esclavos que se portaban mal o que simplemente no servían ya para su labor.

Acabamos la mañana con mi primer baño en el Índico, peleándome con las olas y la resaca (del mar, no de la amarula) que se empeñaba en arrastrarme lejos, y jugando con las olas a surfearlas sin tabla ni nada. Divertidísimo. Después de desayunar no había ninguna gana de seguir adelante, sólo quería quedarme allí durante al menos un par de semanas o dos.

Pero África seguía llamando, y más tarde que pronto volvimos a subirnos a las motos y a echar a rodar. El siguiente destino, otro pueblo costero llamado Vilanculos (sí, he dicho culos, qué pasa, se llama así) nos prometía más de lo mismo, incluso mejor, que Inhanbane. Pero llegamos de nuevo tarde y de noche, y sólo pudimos ver un camino que nos llevase a lo que nos habian prometido era barato, un hostel llamado "Complexo Alemanha", donde un gordo impertinente alemán nos intentó convencer de cenar Schnitzel.

Sin mucho que ver o que contar de Vilanculos, la mañana siguiente nos levantamos bien pronto con una misión clara: llegar a Chimoio, a más de 500 km de Vilanculos, ya que entre medias no había nada donde pudieramos dormir. La carretera, que amagó a la salida de Vilanculos con convertirse en un patatal, se portó y nos llevó mecidos hasta nuestro destino e incluso con tiempo para buscar un sitio donde qudearnos. Allí encontramos el Pink Papaya, un sitio horrible todo pintado de rosa (qué suerte tiene Mauro de ser daltónico) con una patrona alemana que vestía una camiseta con la palabra Swahili para "Guiri" en la espalda, y que resultó de lo más irritante como persona, repartiendo órdenes y sentándo cátedra cada vez que abría la boca. Para colmo esa noche se alojaban allí también unos misioneros que ponían pegas a dormir en las literas porque en la misma habitación había una tía. Hay que joderse con los mojigatos misioneros de mierda. Mauro y yo bromeábamos con poner una queja porque nuestra religión no nos permite dormir en la misma habitación que misioneros. En fin, que se las pique un pollo.

A la mañana siguiente comentando la ruta que ibamos a seguir con nuestra huesped, se le ocurrió soltar la palabra mágica: imposible. En Malawi con un pasaporte suizo lo llevas jodido porque no te dan visado en llegada y te van a mandar a Maputo a pedir una visa, bla bla bla. Vale, vale, gracias por tu consejo, nos iremos para otro lado (léase también "¿Por qué no te callas?")

Tiramos hacia el norte, con la idea de llegar a Tete, un sitio horrible según la pesada de rosa donde no había nada más que mineros y nos iban a robar. Esta zona de mozambique se levanta sobre una meseta y por alguna razón es mucho más cálida que el resto de lo que hemos pasado hasta ahora. La gente que vemos, además, empieza a tener rasgos mucho más africanos, son mucho más negros, y además de pertenecer a otro grupo étnico que los habitantes de las zonas costeras, reflejan en sus rostros cómo la sangre portuguesa fluye mucho menos por sus venas. Curiosamente aún así el idioma común es el portugués, con lo que sigo disfrutando de mi ratito de gloria de hacer de intérprete para Mauro (en pago por todo el tiempo que estuvo traduciendo para mí en China en el viaje a Tailandia) y me sigue molando el rollito de mezcla de africano y portugués. Es difícil tener más vida que esta gente.

Ciertamente Mozambique es un país mucho más pobre de lo que hemos visto hasta ahora. Incluso en Lesotho, donde nos auguraban que no había ni carreteras y que la gente aún se movía a caballo, de alguna manera el ambiente no daba esta sensación de miseria que respira Mozambique. Es ciertamente curioso, ya que el país parece ser una de las economías más florecientes en los últimos años en toda África, y los recientes descubrimientos de minas de carbón y gas en la zona que estamos ahora están dando mogollón de pasta al país. Pero por alguna razón (sorpresa, sorpresa) esa pasta no llega a la gente. Ni siquiera llega a las infraestructuras, y las poquísimas carreteras que cruzan el país, con excepción de la EN1 que nos llevó de sur a norte hasta Chimoio, están hechas una mierda cuando no son directamente pistas de arena blanda impracticables para una moto. La gente que vemos al pasar es pobre como un pie, pero, maravillas de África, sonríen siempre. Es alucinante.

Las carreteras, como iba diciendo, están en un estado bastante lamentable. Y sin avisar de repente empiezan a tener lo que los locales llaman "buracos". Palabrón. Buraco como aquél que apareció en un cambio de rasante y que Mauro tuvo los reflejos que yo no tuve para esquivarlo a unos 100 km/h. Cuando lo vi estaba tan cerca que sabía que cualquier intento iba a terminar con mis huesos rondando por el maltrecho asfalto, así que con un grito de Kowabunga! me aferré lo más fuerte que pude al manillar, tratando de mantenerlo recto en el impacto, y levantándome sobre las estriberas para tratar de amortiguar con las piernas y así reducir el peso de la moto.

Lo malo de estos buracos es que están tan machacados por los camiones que recorren esta, la única vía comercial (qué cojones, la única vía y punto) del eje Beira (puerto más importante del país) con Zambia y Malawi, y con la región minera de Tete. Eso hace que una vez el agujero se crea en el asfalto, este se va vaciando rápidamente de toda la tierra que hay por debajo, y nadie lo mantiene ni lo tapa, con lo que llega un momento que, como dicen en la zona, una zebra podría esconderse en él.

¡BAAM! La moto tiembla para todos lados, mis brazos se comen un golpe considerable y mis pies se despegan por un instante de las estriberas. Pero la moto, tozuda como una burra, y posiblemente gracias a la velocidad que llevaba, se mantiene recta tras el impacto. No sé si una zebra, pero allí cabía un perro. Y el borde del buraco es un canto perfecto de asfalto duro. La moto ha hecho tope en la amortiguación delantera, por supuesto, y en mis brazos. Por un momento me asusta pensar cómo de divertido le habrá parecido el golpe a los hierros de mi brazo, aunque mientras voy decelerando y bajando del subidón de adrenalina me informa que pese al golpe todo anda bien. Un poco contusionado pero eso es todo. Me preocupa el neumático, un golpe así no puede hacer nada bueno. Me paro del todo y me bajo a inspeccionar la rueda delantera. Parece que no tiene nada. La goma no se ha inmutado y la cámara parece haber aguantado, pues no pierde aire. Tal vez se lo deba al líquido mágico antipinchazos que Craig le enchufa a sus ruedas, no sé, pero el caso es que parece que todo ha aguantado en su sitio. Y de repente, ahí en el lado derecho de la rueda, aparece: orgulloso, grande como un puño, salido como un quinceañero y respingón como un pezón excitado. El llantazo. El padre de todos los llantazos. ¡SU PUTA MADRE! Suerte una vez más que estas ruedas tienen cámara, porque con esa llantada un neumático sin cámara perdería aire fijo. Trato de evaluar si hay más daños: la amortiguación parece estar intacta y las barras también. Pero el llantazo es imponente y me hace pensar que he tenido suerte de mantenerme sobre las dos ruedas después de semejante hostia.

El problema ahora es qué hostias hacer. Estamos a 80 kilómetros de Tete, en mitad de la nada, en una zona regada de campamentos de niños huérfanos del sida y de campos de minas que la larga guerra civil del país dejó de recuerdo para la posteridad. Fuera de acampar o no acampar, el problema es que aquí no vamos a encontrar a nadie que arregle este desaguisado. La única alternativa es seguir, despacico y con buena letra, hasta Tete. Sin pasar de 90 y cuidando cualquier extraño en la dirección seguimos hasta llegar a Tete donde nos recibe la realidad de la pestuza rosita: en la mitad de los alojamientos que marca el GPS nos dicen que no tienen habitaciones porque nosecual empresa de minería ha reservado todo el complejo durante un año para sus trabajadores. La cosa parece seria. La ciudad está atiborrada de extrangeros con pinta de tipos importantes y de ingenieros arrogantes. Finalmente encontramos un sitio, no excesivamente barato pero suficientemente apropiado para dormir con la esperanza de encontrar quien nos arregle el desaguisado al día siguiente.

¿Conseguiremos encontrar alguien que sepa lo que hace?

No hay comentarios:

Publicar un comentario